Espacio relacionado con la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho.
miércoles, 25 de abril de 2018
martes, 24 de abril de 2018
¿Qué está esperando Señor Fiscal General, Óscar Chinchilla?
Los crímenes cometidos por las fuerzas militares y policiales del régimen nacionalista en el marco de las protestas contra el fraude electoral tienen claros responsables más allá de quienes dispararon, hirieron, allanaron ilegalmente, amenazaron y detuvieron arbitrariamente.
Tales responsables son los generales Fredy Santiago Díaz Zelaya, ministro de Defensa; Julián Pacheco Tinoco, ministro de Seguridad; René Orlando Ponce Fonseca, Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas; y Francisco Isaías Álvarez Urbina, ex Jefe del Estado Mayor Conjunto.
También son responsables los comisionados Félix Villanueva Mejía, ex Director General de la Policía Nacional; José David Aguilar Morán, Director actual; el coronel Óscar Reyes Paz, Jefe de la Policía Militar; y los coroneles Reynel Enrique Fúnez y Elías Melgar Urbina, Comandante y Sub Comandante de FUSINA.
¿Por qué son responsables estos jerarcas militares y policiales por los crímenes cometidos por sus subordinados? En virtud del principio de responsabilidad penal del superior jerárquico hay tres elementos esenciales que los convierte en responsables directos.
Primero, la existencia de una relación y de control efectivo entre ellos y sus subordinados. La Policía Militar y la Policía Nacional son instituciones que entrañan una estructura de poder que se caracterizan por tener una jerarquía consolidada y un poder de decisión concentrado en los mandos jerárquicos.
En este sentido, sus órdenes son cumplidas de forma automática por parte de los miembros de las escalas inferiores, quienes actúan normalmente sin cuestionamiento alguno sobre la legalidad o ilegalidad de las instrucciones recibidas.
Segundo, el conocimiento por parte de ellos de que los crímenes estaban por cometerse, se estaban cometiendo o se habían cometido. En el marco de la crisis electoral, es imposible argumentar que los altos mandos militares y policiales no tenían conocimiento de ellos.
Es evidente que existía información de la cual resultaba claramente un riesgo significativo de que sus subordinados estaban cometiendo graves crímenes; esa información estaba a su disposición a través de los diversos informes de organismos nacionales e internacionales; y no se ocuparon de los mismos.
Y tercero, el incumplimiento por parte de ellos de la obligación de tomar las medidas necesarias y razonables para prevenir los crímenes, hacerlos cesar o para castigar a los autores materiales. Sin embargo, los altos mandos militares y policiales se mantuvieron pasivos, omitiendo su deber de actuar.
Las represiones violentas son producto de la actuación arbitraria de policías y militares, quienes actuaron sin el menor asomo de control por parte de quienes tenían la obligación de garantizar que sus actuaciones se realizaran dentro del marco del respeto de los derechos humanos.
Señor Fiscal General, Óscar Chinchilla, ¿qué más está esperando para acusar criminalmente a estos jerarcas militares y policiales por los asesinatos, los tratos crueles, inhumanos o degradantes, las detenciones arbitrarias y los allanamientos ilegales documentados y verificados?
Fuente: http://www.radioprogresohn.net/index.php/comunicaciones/nuestra-palabra/item/4375-%C2%BFqu%C3%A9-est%C3%A1-esperando-se%C3%B1or-fiscal-general-%C3%B3scar-chinchilla?-24-abril-2018
Fuente: http://www.radioprogresohn.net/index.php/comunicaciones/nuestra-palabra/item/4375-%C2%BFqu%C3%A9-est%C3%A1-esperando-se%C3%B1or-fiscal-general-%C3%B3scar-chinchilla?-24-abril-2018
lunes, 23 de abril de 2018
Por el retorno a la legalidad constitucional y a la libertad
Una dictadura ensombrece a Honduras. No hay otro modo de calificar a quienes usurpan el poder soberano y usan al Estado como negocio y para negocios, sin la mayoría de la sociedad y más bien contra ella. Luego de un largo período de “democracia tutelada”, convertida tras el golpe de Estado de 2009 en “democracia autoritaria”, la extrema derecha, con el respaldo del gobierno estadounidense, a partir de las elecciones inútiles de noviembre de 2017 nos convirtieron en país sometido a un régimen indecente, violador de la aspiración y voluntad populares.
La marca cachureca
Vivir en dictadura es existir con el alma en vilo. Sufre la dignidad porque dejó de imperar el Estado de Derecho y se impuso el estado de los fuertes. Vivir en dictadura es vivir bajo la apariencia del Estado constitucional, pero en verdad con seudo instituciones al servicio de la discrecionalidad del dictador. Una reducida camarilla de políticos asociados al régimen, en alianza estrecha con cierta élite empresarial oligárquica, consiguió apoderarse de todos los hilos administrativos, legales, militares y policiales del Estado hondureño para lucrarse y corromper sin límite a la sociedad.
Quien ejecuta esto es usualmente un conjunto pequeño de pícaros con suma audacia gerencial, que paso a paso va tomando las escalas diversas del poder hasta hacerlas suyas. Cuando el pueblo menos acuerda ya son dueños de los sistemas, los métodos, los diálogos y los protocolos con que se emiten las leyes, se aprueban los impuestos, se elige funcionarios y se forjan políticas que en vez de favorecer a la población le otorgan a empresas extractivistas internacionales lo mejor de la riqueza hidráulica, minera e incluso intelectual de la nación a cambio de baratos juegos de impuestos y tasas que jamás lograrán desarrollar la república.
Mientras que los procedimientos tradicionales de dominio son de asociaciones o conjuntos, la dictadura es unipersonal. Un fulano o individuo logra acaparar consigo las potencias absolutas del Estado y nada se mueve, construye o decontruye sin la expresión de su voluntad. Ello requiere mucha inteligencia, desde luego, pero igual suma maldad, y la biografía del pueblo se edifica con la primera, no la segunda.
Ninguna tiranía es eterna, empero, y su caída es más próxima cuanto mayor es la voluntad comunitaria para resistirla. Así que los gritos de ¡fuera JOH!, que voluminosamente se escuchan en Honduras e incluso el exterior, deben ser considerados no como simples protestas sino como la constante y permanente reacción digna de un pueblo que resiste ser dominado y humillado, que está dispuesto ––no importa el tiempo que requiera–– a transformar esa dolorosa experiencia en mal recuerdo del pasado, en pesadilla y jamás en aceptación. La Honduras insurrecta tiene dignidad.
La marca del imperio
Lo que esta dictadura ha destruido es la constitucionalidad, a la que vició y burló y a la que pervirtieron y prostituyeron en conjunto el ejecutivo, el legislativo, la sala constitucional y el Ministerio Público, es decir los entes representativos del Estado democrático clásico. Apoyaron su rotura real y simbólica las fuerzas armadas, más todo un complejo estamento al que es largo enlistar pero que comprende a la empresa privada, organismos regionales complacientes e interesados en que en Honduras nada cambie y siga indemne el statu quo, la comunidad europea, aún no desligada de pretéritos complejos racistas e imperiales; y sobre todo el mando hegemónicoque es Estados Unidos, lo cual no es de extrañar ya que al dar su respaldo a la ignominia en Honduras el comportamiento del imperio sigue el mismo patrón aplicado en Egipto, en Bangladesh, en Vietnam, hoy en Afganistán, Siria. Pero es inútil, ningún ejército ha sido jamás, nunca, capaz de doblegar la dignidad de los pueblos.
Retrato de la dictadura
Es una estructura o régimen caracterizado por distorsionar y burlar el pacto que unánimemente aceptaron los pueblos en su Constitución y que es un contrato histórico entre gobernantes y gobernados. Estos, mediante tal acuerdo, prometen obedecer las leyes y mandatos gubernativos en tanto se les administre bien, pero con derecho a rebeldía e insurrección inmediatas si el mandatario obra mal.
Para subvertir tal acuerdo el sátrapa o tirano comienza por adueñarse de los tres estamentos institucionales: ejecutivo, legislativo y judicial, poniendo a la cabeza de ellos, con maniobras abusivas, a cómplices. Luego seduce y soborna a las fuerzas armadas y entes represivos, de modo que al instante requerido le sirvan para apuntalar el delictuoso régimen, no importa si gaseando, garroteando o matando, entre tales minucias no ocurre distinción. El dinero corre como río, se invierte a profundidad en el silencio de los medios de comunicación y todo acontece entre fértiles ambientes de secretividad: nadie sabe nada de lo confidencial, todo recurso jurídico choca con un sistema que ha sido blindado para que sea inexpugnable ante cualquier fuerza o poder que no esté bajo control de una dictadura que ha logrado perfeccionar la maldad de sus perversos círculos de dominación.
Grito unánime por el retorno a la constitucionalidad
Con las dictaduras todo conduce a lo peor y debilitarlas hasta erradicarlas es condición básica para que avancemos hacia un escenario de retorno al Estado de Derecho y la democracia. Solamente en democracia podremos ponernos de acuerdo sobre un nuevo modelo económico, social y cultural que nos conduzca hacia el futuro de una sociedad pluralista, con iguales oportunidades y en donde toda su gente corre por igual los mismos riesgos. Para avanzar hacia esa sociedad soñada necesitamos sacudirnos de la actual imposición tiránica, y para ello hemos de convocar y articular todos los esfuerzos y energías de todas las fuerzas sociales, culturales, políticas y organizativas que creemos en las transformaciones en democracia y en el Estado plenamente jurídico. Dejar de unirnos es ceguera cómplice. Optar por ello significaría seguir la abusiva pauta neoliberal que posiciona al comercio, al dinero y al lucro como sostenes de un gobierno ofensivo para la humanidad.
Es urgente convertir en reclamo nacional la vuelta a la constitucionalidad democrática. No podemos construir nación si no es fundamentada en modernos principios de convivencia, administración, cultura, economía y política comunes, lo que implica visiones actualizadas, incluso audaces,de la República. Si el Estado no sirve para conseguir el progreso social y el bienestar de la ciudadanía, ¿qué otro propósito puede tener sino egoísta y vulnerable?
Esos lemas deben ser, por tanto, ¡retorno a lo constitucional!, ¡por una genuina asamblea constituyente!––convocada por el pueblo, no por los usurpadores–– y ¡abajo el pensamiento autoritario, verticalista y dictatorial!
A las democracias se las edifica en horizontalidad ciudadana o se las destruye.
¡País insurrecto!
Abril, 2018.
Ismael Moreno, SJ
Darío Euraque
Vícto Meza
Helen Umaña
Rodolfo Pastor Fasquelle
Eduardo Bärh
Patricia Murillo
Wilfredo Méndez
Hugo Noé Pino
Mauricio Torres Molinero
Ramón Enrique Barrios
Leticia Salomón
Marvin Barahona
Joaquín A. Mejía Rivera
Rafael del Cid
Mario Ardón Mejía
Rafael Delgado
Julio Escoto
jueves, 19 de abril de 2018
Los nombres sangrientos
El derecho a la vida es un derecho humano fundamental, cuyo goce es un prerrequisito para el disfrute de todos los demás derechos humanos. Por tanto, cuando no es respetado, todos los demás derechos carecen de sentido.
Es obligación del Estado garantizar que todas las personas se encuentren al amparo de la ley sin temor a la discriminación ni a las represalias, gocen de libertad de opinión, de culto y de asociación, y se sientan libres del temor, de manera que la violencia no destruya su existencia y sus medios de vida.
Se trata pues, de un derecho que forma parte de un núcleo inderogable, es decir, que no puede ser suspendido en casos de guerra, peligro público u otras amenazas a la independencia o seguridad de los Estados.
Para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los asesinatos cometidos en un contexto de ataque generalizado o sistemático contra una población civil constituyen crímenes de lesa humanidad. Las muertes documentadas por la Coalición contra la Impunidad y la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en el marco de la crisis electoral, son un ejemplo de ello.
Cuando existe un patrón de asesinatos tolerados e impulsados por el Estado, éste es responsable internacionalmente por haber generado un clima incompatible con una efectiva protección del derecho a la vida. Pero también hay responsabilidades individuales que tarde o temprano tendrán que determinarse.
Tal es el caso de los superiores civiles, policiales y militares, cuya responsabilidad se extiende a los crímenes cometidos por fuerzas bajo su mando o autoridad y control efectivo. Por ello, es importante que señalemos insistentemente a quienes deben ser juzgados por los crímenes documentados en los informes citados.
General Fredy Santiago Díaz Zelaya, Secretario de Defensa Nacional; General Julián Pacheco Tinoco, Secretario de Seguridad; General de Brigada René Orlando Ponce Fonseca, Jefe del Estado Mayor Conjunto; General de División Francisco Isaías Álvarez Urbina, ex Jefe del Estado Mayor Conjunto.
Comisionado de Policía Félix Villanueva Mejía, Director General de la Policía Nacional; Comisionado de Policía José David Aguilar Morán, Director General de la Policía Nacional; y Coronel Óscar Reyes Paz, Jefe de la Policía Militar de Orden Público.
Estos nombres están escritos con sangre y sufrimiento de las víctimas. No podemos olvidarlos jamás hasta que la justicia los alcance y los condene al estercolero de la historia democrática del país.
miércoles, 11 de abril de 2018
A paso firme y en alianza contra la impunidad
Actualmente Honduras vive una profunda y prolongada crisis de derechos humanos que en los últimos años se ha manifestado en el golpe de Estado de 2009 y en la crisis político electoral generada por el fraude electoral y la ilegal reelección de Juan Orlando Hernández, cuya imposición a punta de balas militares y policiales ha acabado con la vida de decenas de personas.
A ello se suma la falta de voluntad política del Ministerio Público para investigar estos crímenes y sancionar a sus responsables intelectuales y materiales, particularmente a quienes tienen el mando y control efectivo de los policías militares y nacionales, es decir, a quienes son los jerarcas civiles y militares que tenían la obligación de prevenir, investigar y sancionar tales delitos.
Aunque el panorama parece desolador, los sectores democráticos de la sociedad hondureña debemos aprovechar eficientemente las fisuras del régimen y atacar sus flancos más débiles. En este sentido, es fundamental continuar desafiando al sistema de justicia nacional y fortalecer el acercamiento y las alianzas con funcionarios y funcionarias comprometidas con la democracia y el Estado de derecho.
También debemos acompañar críticamente a la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), al Consejo Nacional Anticorrupción liderado por Gabriela Castellanos y la Unidad Fiscal Especial contra la Impunidad y la Corrupción (UFECIC) coordinada por el fiscal Luis Javier Santos, y desafiarles a actuar contundentemente frente a graves casos de corrupción del régimen.
A su vez, debemos analizar la reactivación del examen preliminar de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional sobre el golpe de Estado que fue cerrado en 2013 o la presentación de nuevas denuncias penales contra los jefes civiles y militares que son responsables por los delitos cometidos por sus subordinados.
Asimismo, debemos promover la coordinación con organizaciones civiles de Estados Unidos para analizar la posibilidad de activar la US Torture Victim Protection Act de 1991 y la Global Magnitsky Human Rights Accountability Act de 2017, en el marco de las cuales se pueden juzgar en tribunales estadunidenses a los responsables de las graves violaciones a derechos humanos.
Finalmente, debemos continuar utilizando los mecanismos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y de Naciones Unidas para evidenciar tales violaciones y profundizar la deslegitimación y descrédito del régimen. Y tenemos que defender y acompañar críticamente a la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Honduras.
Tenemos la seguridad que, trabajando de forma coordinada, dejando a un lado los protagonismos y las diferencias, podremos avanzar en arrancar victorias de dignidad en la lucha contra la impunidad de la que gozan las escorias que mal gobiernan este hermoso país.
martes, 3 de abril de 2018
La violencia mortal contra las mujeres y la complicidad del Estado
Brenda Nicole Fúnez de 6 años, Brianda Marina Espinoza Figueroa de 17, Ana Elsi Ávila Gallegos de 23, Karen Melisa Mejía de 31, Jenny Teresa Velázquez de 27 años, Julia Bety Beltrán de 50, Digna Margarita Medina Aguilera de 63, Laura Martínez de 9 años, Mélida Rosa Hernández de 16.
Silvia Vanesa Izaguirre Antúnez, de 26 años y a punto de graduarse como médica, se suma a esa lista cuyos nombres representan una pequeña pero trágica muestra de las 1,149 mujeres y niñas que han sido asesinadas en Honduras en los últimos 6 años de acuerdo con el Centro de Derechos de Mujeres.
La violencia contra las mujeres es de tal gravedad que, según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, cada 14 horas una mujer es asesinada con odio y con saña.
Más allá de las cifras, es alarmante el hecho de que estos crímenes han sido influenciados por una cultura de discriminación contra la mujer. Además de la extrema violencia con la que se ejecutan, la respuesta y actitud de las autoridades es ineficiente e indiferente, lo que permite su perpetuación.
El alto índice de violencia contra las mujeres y la impunidad que rodea los femicidios demuestran que el Estado hondureño no adopta medidas adecuadas con la diligencia debida para impedirlos o para investigarlos y castigarlos e indemnizar a las víctimas.
Esta es una violencia que no se erradica con militarización, sino con planes de acción que cambie la cultura patriarcal por la de igualdad; con sensibilización del sistema de justicia penal y la policía en cuestiones de género; con medidas para aumentar la sensibilización y modificar las políticas discriminatorias en la esfera de la educación y en los medios de información; entre otros.
En cada asesinato de una mujer, las autoridades hondureñas incurren en una omisión culposa pues los datos evidencian dos cosas: uno, la gravedad de este fenómeno social que en cualquier país con un gobierno decente haría que se declarase una emergencia nacional; y dos, que el Estado no lo atiende adecuadamente, no lo controla ni lo erradica, y, por tanto, es cómplice.