martes, 16 de agosto de 2011

Si fuera uno de ellos

Si uno estuviera en la piel del ex general Romeo Vásquez Velásquez, de Roberto Micheletti o de cualquiera de los altos responsables civiles, militares o policiales que impulsaron y defendieron a sangre y fuego el golpe de Estado, indudablemente debería estar muy preocupado ante las señales de justicia que afloran alrededor.

Otrora poderosos violadores a derechos humanos salvadoreños, uruguayos, peruanos, guatemaltecos, argentinos y colombianos están siendo expulsados de varios países como Estados Unidos y Canadá, perseguidos por la justicia española e investigados por la justicia penal internacional por ser considerados criminales internacionales.

En Honduras, ante un poder judicial corrupto, títere del poder político y económico, y desprestigiado totalmente por cubrir de impunidad a los criminales que están incrustados en las estructuras del Estado, hay señales esperanzadoras de que éstos tarde o temprano seguirán el mismo destino de Pinochet, Fujimori, Scilingo y otros violadores de derechos humanos del continente.

La denuncia contra Roberto Micheletti Baín presentada por el Centro de Derechos Constitucionales y el Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras (COFADEH) ante la Corte Federal del Distrito Sur de Texas en nombre de los padres de Isis Obed Murillo, asesinado por las balas militares, es una señal de esperanza de que la rueda de la justicia comenzó a girar para castigar a los criminales hondureños y para reparar a las víctimas.

Del mismo modo lo es el examen preliminar sobre Honduras iniciado por el fiscal de la Corte Penal Internacional para investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos por militares, policías y civiles desde el golpe de Estado, los cuales se dieron bajo la autoridad y la dirección de Micheletti y Vásquez Velásquez, entre otros.

Estos dos ejemplos además de constituir signos esperanzadores, también representan un gran desafío para el movimiento de derechos humanos en Honduras en el sentido de dejar a un lado los protagonismos, la centralidad de las agendas propias y los desencuentros para impulsar un movimiento nacional contra la impunidad que acelere el proceso de castigo a los violadores de derechos humanos, tal y como está sucediendo en el resto de países latinoamericanos.

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