Un nuevo acto que atenta contra la dignidad humana ha sido consumado por
parte de los supuestos representantes del pueblo hondureño.
La semana anterior, más de dos tercios de los diputados y diputadas
ratificaron dos reformas a la Constitución que ponen en precario la integridad
de las personas y el principio de presunción de inocencia.
La primera reforma es la del artículo 71 constitucional que permitirá a la
Policía detener a los sospechosos de algunos delitos hasta por un tiempo de 48
horas, borrando de un plumazo la garantía de 24 horas de detención que había
estado vigente durante 30 años.
A los diputados y diputadas no les importó que varios instrumentos
internacionales ratificados por el Estado le obliguen a presentar sin demora
ante un juez a las personas detenidas y juzgarlas dentro de un plazo razonable
o ponerlas en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso.
La segunda reforma es la del artículo 92 que permitirá que ante un simple
informe de la Policía que contenga la declaración del detenido, un juez pueda procesar
a una persona.
Con estas reformas, es terrible imaginar
permanecer tanto tiempo en manos de la Policía, en condiciones infrahumanas de
detención y bajo la custodia de una institución involucrada en graves
violaciones a derechos humanos y en espeluznantes crímenes contra la
ciudadanía.
Si tomamos en cuenta que el Sub-Comité contra la
Tortura de Naciones Unidas en su reciente visita al país constató que la
tortura y los tratos crueles, inhumanos y degradantes es una práctica constante
en las postas policiales, no es ficción creer que con estas dos reformas se
facilita la utilización de la tortura, la intimidación, las amenazas o los
tratos crueles para obligar a una persona a declarar que ha cometido un
supuesto delito.
Pese a que la Constitución de la República en su artículo 64 prohíbe la
aplicación de este tipo de reformas que disminuyan, restrinjan y tergiversan el
ejercicio de las declaraciones, derechos y garantías constitucionales, el
Congreso Nacional aprobó estas reformas a petición de los propios operadores de
justicia que consideran que la disminución de derechos les ayudará a combatir
el crimen.
Estas reformas nos ratifican que ni el Congreso ni los operadores de
justicia están allí para defender los derechos humanos de las grandes mayorías
ni para respetar la voluntad del poder soberano que en teoría reside en el
pueblo, sino que responden a órdenes que vienen de los poderes económicos,
políticos, religiosos y militares nacionales y extranjeros que no quieren
ciudadanos y ciudadanas, si no simplemente siervos.
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