El bien más preciado de una sociedad democrática es el derecho a la vida
pues es la base esencial para el ejercicio de los demás derechos. Pero este derecho no solamente se refiere al derecho a no ser privado de la
vida arbitrariamente por actos criminales, sino también a que no se impida el
acceso a las condiciones que garanticen una existencia digna.
Y una existencia digna implica que todas
las personas se encuentren al amparo de la ley, sin temor a la discriminación
ni a las represalias, gocen de libertad de opinión, de culto y de asociación, y
se sientan libres del temor, de manera que la violencia no destruya su
existencia y sus medios de vida.
Al ser un bien tan preciado, el respeto al derecho
a la vida es un termómetro idóneo para medir la legitimidad y los niveles de
humanización de un Estado, quien no sólo tiene la obligación de no empeorar las
condiciones de vida de las personas, sino también tiene el deber de mejorarlas
mediante el fortalecimiento de las capacidades básicas que permitan a la gente tener
una vida larga y saludable, acceder a la educación de calidad y a los recursos
necesarios para disfrutar un nivel de vida digno.
Contrariamente a lo que debería suceder en un
Estado de derecho, en Honduras la vida es el bien más despreciado de todos pues
diariamente 20 vidas humanas son asesinadas sin que el Estado adopte medidas
eficaces para detener esta barbarie que nos coloca en la cima de los países más
violentos del mundo muy por encima de otros que oficialmente se encuentran en
guerra.
Pero también diaria y lentamente hay otros
asesinatos silenciosos que arrebatan la vida a las personas más vulnerables de
la sociedad, quienes son sacrificadas en el altar del hambre, del desempleo, de
la migración forzada, de la vulnerabilidad ambiental, de la enfermedad
prevenible y curable, y de la denegación de la tierra.
Y toda esta barbarie tiene responsables políticos
que detrás de la máscara del bipartidismo han desgobernado el país y lo han
convertido en un centro de exterminio en donde el que no muere por hambre,
muere por balas; y por eso, es hora de gritar “basta”, es hora de aplastar
colectivamente la impunidad, es hora de que las víctimas levanten la frente y
clamen “justicia”.
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