Honduras es el país del luto permanente. Transita por
un camino de corrupción, pobreza, impunidad y violencia que pareciera no tener
final ni esperanza.
El director de Casa Alianza, José Guadalupe Ruedas nos
lo recordaba la semana pasada al denunciar que solo en el gobierno de Juan
Orlando Hernández, 685 niños, niñas y jóvenes menores de 23 años han sido
ejecutados, cifra que constituye el mayor porcentaje de ejecuciones por mes de
los últimos 16 años.
Y al mismo tiempo, el asesinato de las fiscales del
Ministerio Público, Marlene Banegas y Olga Patricia Eufragio nos golpeaba en la
cara para no olvidar que la ley del más fuerte y más violento es la que nos
gobierna.
Estos dos hechos son una muestra de cómo la violencia
y la impunidad tienen el poder de asesinar a uno de los sectores más
vulnerables de la sociedad, la niñez y la juventud, así como a dos operadoras
de justicia que en teoría son las que más protegidas deberían estar por liderar
instituciones que tienen la obligación de salvaguardar los intereses de la
población.
Sin embargo, mientras estas dos situaciones nos marcan
como cicatrices en nuestro tejido social, Berta Cáceres, coordinadora del
COPINH, era galardonada internacionalmente con el Premio Cien a la Vida por su
labor en la defensa
de los derechos de los Pueblos Originarios de Honduras y de la Madre Tierra.
Aunque los signos de muerte son muchos, no podemos
renunciar a defender la alegría de la vida como lo han hecho y lo hacen
millones de personas en Honduras.
Y aunque esta defensa sea dolorosa, parafraseando a
Benedetti, debemos defender la alegría y la vida como una trinchera, defenderla
de la miseria y los miserables, de los homicidas y de la muerte, de las
ausencias transitorias y las definitivas.
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