La clase
política hondureña ha desfigurado y desvirtuado la democracia como régimen
político que permite el desarrollo pacífico de las transformaciones sociales e
institucionales con el fin de alcanzar el goce de la justicia, la libertad, la
cultura y el bienestar económico y social que ordena el artículo 1 de la
Constitución.
La
corrupción que ha saqueado el Seguro Social es un trágico ejemplo de ello pero
también es una muestra de la precariedad de una institucionalidad que se ha
convertido en cómplice de la impunidad de los corruptos y corruptas.
Por tal
razón, el espacio público es un ámbito legítimo para canalizar la indignación
ciudadana mediante el ejercicio colectivo de la libertad de expresión concretado
en la manifestación pública y pacífica.
Las marchas
de la dignidad o de las antorchas constituyen una muestra categórica de una
dimensión más directa de la democracia que se desarrolla paralelamente a la fallida
dimensión institucional y representativa, y permiten que el debate político sobre
la corrupción e impunidad salga de las paredes hediondas y oscuras del Congreso
Nacional.
Por ello es necesario profundizar la presión y
crítica pública de quienes estamos indignados e indignadas, puesto que el
silencio e indiferencia que tradicionalmente nos ha caracterizado como
sociedad, ha permitido que la democracia se transforme en oligarquía.
Pero también es imperativo que la presión en las calles se transforme en una hoja de ruta que establezca claramente el camino a seguir, no solamente para exigir la renuncia de todos los corruptos y corruptas, desde el presidente Hernández para abajo, sino también para resetear todo este sistema que provoca exclusión, autoritarismo, pobreza, violencia y desigualdad.
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