“Un lugar de violencia terrible, una perenne y oscura guerra civil, la enésima de una tierra que no para nunca de sangrar”. Esta descripción que Roberto Saviano realiza sobre México en su libro “Cómo la cocaína gobierna el mundo”, fácilmente podría ser un retrato de Honduras, en donde hasta la fecha 50 masacres han sido registradas por el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
En tales masacres, 175 personas murieron violentamente. En comparación con el mismo periodo de 2018 cuando se registraron 32 masacres que dejaron 106 víctimas, el incremento es de un 53% en el promedio de matanzas y un 62% en el número de muertes.
Mientras el país se desangra a ritmo de masacres, se sigue apelando a políticas de seguridad populistas que históricamente han resultado ineficaces para solucionar los problemas de criminalidad, ya que no es con más cárceles ni con más penas ni con más armas y militares en las calles como se va resolver a largo plazo el fenómeno de la violencia cuyas raíces apuntan a un sistema que promueve la desigualdad y el despojo.
Si existiera un interés legítimo en reducir drásticamente con la violencia y la criminalidad, se reconocería que, como lo señala el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, las “distintas amenazas a la seguridad ciudadana deben ser atendidas mediante respuestas diferenciadas que tomen en cuenta su nivel de organización y los espacios en los que estas operan: el hogar, la escuela o el ámbito público”.
Esto implica reconocer que la violencia no se reduce a un problema de seguridad pública, sino que está asociada con múltiples factores de desigualdad social, económica, ambiental y política, y que se sustenta en estructuras de desigualdad y despojo que afectan los derechos humanos de las personas más pobres.
Está claro que en Honduras el régimen necesita de la violencia para justificar la militarización y el control de la ciudadanía a través de un derecho penal que convierte a la oposición política y social en enemiga, y para garantizar la imposición del modelo extractivo y la impunidad de sus vínculos con el narcotráfico.
En tales masacres, 175 personas murieron violentamente. En comparación con el mismo periodo de 2018 cuando se registraron 32 masacres que dejaron 106 víctimas, el incremento es de un 53% en el promedio de matanzas y un 62% en el número de muertes.
Mientras el país se desangra a ritmo de masacres, se sigue apelando a políticas de seguridad populistas que históricamente han resultado ineficaces para solucionar los problemas de criminalidad, ya que no es con más cárceles ni con más penas ni con más armas y militares en las calles como se va resolver a largo plazo el fenómeno de la violencia cuyas raíces apuntan a un sistema que promueve la desigualdad y el despojo.
Si existiera un interés legítimo en reducir drásticamente con la violencia y la criminalidad, se reconocería que, como lo señala el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, las “distintas amenazas a la seguridad ciudadana deben ser atendidas mediante respuestas diferenciadas que tomen en cuenta su nivel de organización y los espacios en los que estas operan: el hogar, la escuela o el ámbito público”.
Esto implica reconocer que la violencia no se reduce a un problema de seguridad pública, sino que está asociada con múltiples factores de desigualdad social, económica, ambiental y política, y que se sustenta en estructuras de desigualdad y despojo que afectan los derechos humanos de las personas más pobres.
Está claro que en Honduras el régimen necesita de la violencia para justificar la militarización y el control de la ciudadanía a través de un derecho penal que convierte a la oposición política y social en enemiga, y para garantizar la imposición del modelo extractivo y la impunidad de sus vínculos con el narcotráfico.
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