domingo, 15 de marzo de 2015

Las prioridades del gobierno



A todos los hondureños y hondureñas nos debe interesar conocer qué hace el Estado con los recursos que obtiene, particularmente los provenientes de nuestros impuestos. 

La decisión gubernamental de invertir en determinadas áreas puede tener impactos significativos en la vida de la población, especialmente de los sectores más vulnerables.

De acuerdo con los artículos 1 y 59 de la Constitución, el Estado ha sido constituido para asegurar a sus habitantes el goce de la justicia, la libertad, la cultura y el bienestar económico y social, ya que su fin supremo es la dignidad humana.

De esta manera, el Estado debe lograr la igualdad en el acceso a oportunidades y en la distribución de la riqueza. El grado en que se logren estos objetivos determinará la legitimidad y credibilidad del gobierno.

Por ello, el presupuesto es el mejor indicador para conocer cuáles son sus prioridades y valorar si sus políticas realmente están destinadas a promover las condiciones necesarias para que la población tenga una vida digna. 

Cuando nos damos cuenta que el presupuesto del año 2015 contiene una reducción de 30 millones de lempiras en salud y de 4 millones en educación, y un aumento de 6 mil millones en defensa, es decir, un aumento del 30%, nos deja claro que la prioridad gubernamental es armarse hasta los dientes a costa de dejar en mayor vulnerabilidad derechos tan fundamentales para el desarrollo del país.

En sociedades tan desiguales como la hondureña, los derechos a la salud y a la educación se constituyen en una herramienta fundamental para reducir las desigualdades y potenciar las capacidades básicas del ser humano.

Solo si se asignan y administran eficientemente los recursos necesarios en materia de salud y educación, se logrará que las personas accedan a los recursos necesarios para disfrutar de un nivel de existencia digno y así participar activamente en la dinámica comunitaria y en las decisiones políticas que afectan su entorno.

viernes, 6 de marzo de 2015

Los peligros de la concentración de poder



Uno de los requisitos fundamentales de un Estado de derecho es la división o separación de poderes. Esta exigencia constituye el resultado histórico de la lucha contra el absolutismo para evitar la concentración del poder. 

En ese sentido, los sistemas democráticos han desarrollado un sistema de equilibrios entre los tres poderes del Estado mediante el mutuo control y limitación, especialmente en lo que se refiere a la garantía de los derechos humanos. 

Así, en términos generales nuestra Constitución faculta al poder legislativo a crear las leyes que los poderes ejecutivo y judicial aplican y ejecutan en sus áreas respectivas; el poder judicial se encarga de la administración de justicia; y el poder ejecutivo se constituye en el administrador general del Estado. 

El artículo 4 constitucional establece que “la forma de gobierno es republicana, democrática y representativa. Se ejerce por tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, complementarios e independientes y sin relaciones de subordinación”.

Es importante dejar claro que esta división no debe entenderse como si los tres poderes no tuvieran ningún tipo de relaciones de cooperación entre ellos, todo lo contrario, al distribuirse y dividirse las funciones del Estado, se necesita de una serie de relaciones y controles recíprocos para lograr la finalidad misma del Estado: la dignidad humana. 

Sin embargo, desde hace dos años somos testigos de la peligrosa concentración de poder en las manos del presidente Juan Orlando Hernández y su entorno, quienes han logrado suficiente influencia sobre la actual Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia; elegir a un fiscal general y su adjunto, e integrar a un Consejo de la Judicatura y de la Carrera Judicial cercanos al poder ejecutivo.

Pero también han logrado cooptar al Comisionado Nacional de los Derechos Humanos; elegir a un procurador general de su confianza; y crear una Dirección Nacional de Investigación e Inteligencia que responde directamente al Consejo de Seguridad y Defensa, que más que un órgano de coordinación, tiene todas las características de un supra gobierno presidido por el Presidente de la República.  

La creación de un cuerpo armado como la Policía Militar también entra en esta lógica. Si la oposición política en el Congreso Nacional y en las calles no asume con seriedad esta situación, estaremos en un punto sin retorno de deterioro y control institucional, y bajo un régimen con todas las formalidades de la democracia representativa, pero con una práctica autoritaria y excluyente.

No es suficiente



El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo señala que “las políticas de seguridad deben ser evaluadas periódicamente en términos de su efectividad e impactos, asegurando que éstas no generen mayores niveles de violencia y que funcionen con pleno respeto a los derechos humanos.

En este sentido, la seguridad ciudadana no debe concebirse únicamente como una simple reducción de los índices criminales, sino como el resultado de una política que se oriente hacia una estrategia integral, que incluya la mejora de la calidad de vida de la población.

No obstante, en Honduras la política de seguridad sigue siendo limitada a una visión enfocada en incrementar las penas, en reducir las garantías y derechos de la ciudadanía, en dejar la seguridad en manos de las empresas privadas y en normalizar el uso del ejército para estar en las calles. 

Luego de 3 años y 140 millones de lempiras destinados solo al proceso de depuración policial y de la creación de nuevas estructuras como la Policía Militar, los resultados son insuficientes como señala Omar Rivera, coordinador de la Alianza por la Paz y la Justicia.

Antes bien, pareciera que el problema de la corrupción a lo interno de la Policía Nacional además de seguir sin resolverse, está contaminando a las nuevas estructuras como la Policía TIGRES y la Policía Militar, cuyos miembros se han visto involucrados en actos delictivos contra la ciudadanía.

Y a la par de este enfoque restrictivo de la seguridad ciudadana, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe señala a Honduras como el segundo país más pobre del continente, alcanzando en el 2014 un 70.5% de pobreza multidimensional, la cual mide la precariedad de la vivienda, hacinamiento, servicios básicos, educación, empleo y protección social.

Si no se toman decisiones políticas para enfrentar integralmente los múltiples factores asociados con la inseguridad, tales como la desigualdad social, económica y política, que se sustenta en estructuras de desigualdad y dominación que golpean a los más pobres, Honduras continuará ostentando el título del país más violento del mundo.

El país de los desalojos



Honduras es el país del despojo y del desalojo. Diariamente escuchamos noticias de familias desalojadas en el Aguán, en el valle de Sula, en el sur, en el Caribe, en todas partes. Y somos testigos perplejos de la violencia usada en los desalojos en muchas ocasiones.

Se echan abajo champas, se queman cultivos, se reprime indiscriminadamente sin considerar si hay niños y niñas, o personas ancianas. A la gente, además de sacarlas de las tierras que ocupan, se le destruyen las pocas cosas que tienen.

Honduras es parte del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y el Comité encargado de vigilar su cumplimiento, ha establecido que los desalojos son en principio incompatibles con dicho pacto y sólo pueden justificarse en las circunstancias más excepcionales.

Esta presunción de incompatibilidad se basa en el hecho de que los desalojos forzosos violan frecuentemente otros derechos humanos, tales como, el derecho a la vida, a la seguridad personal, a la no injerencia en la vida privada, la familia y el hogar, y el derecho a disfrutar en paz de los bienes propios.

Evidentemente hay desalojos que pueden ser considerados legales, no obstante, las autoridades encargadas de llevarlo a cabo no tienen carta blanca para hacerlo de cualquier manera, sino que deben respetarse unas condiciones mínimas y seguir algunos lineamientos.

Así, el derribo de viviendas como medida punitiva está prohibida; se debe estudiar en consulta con las personas todas las demás posibilidades que permitan evitar o, cuando menos, minimizar la necesidad de recurrir a la fuerza; se deben establecer recursos legales para las personas afectadas por las órdenes de desalojo; y se debe velar que todas las personas afectadas tengan derecho a la debida indemnización por los bienes de los que pudieran ser privadas.

También se debe ofrecer un plazo suficiente y razonable de notificación a todas las personas afectadas con antelación a la fecha prevista para el desalojo; las personas que efectúen el desalojo deben ser identificadas con exactitud; y no se deben efectuar los desalojos cuando haga muy mal tiempo o de noche, salvo que las personas afectadas den su consentimiento.

Finalmente, los desalojos no deberían dar lugar a que haya personas que se queden sin vivienda o expuestas a violaciones de otros derechos humanos. Cuando los afectados por el desalojo no dispongan de recursos, el Estado tiene la obligación de adoptar todas las medidas necesarias para que se proporcione otra vivienda, reasentamiento o acceso a tierras productivas.

Sigue ascendiendo la cifra mortal en materia de libertad de expresión



De acuerdo con el más reciente informe de Human Rights Watch, las personas que ejercen el periodismo y la comunicación social continúan siendo víctimas de amenazas, ataques y asesinatos, frente a los cuales las autoridades han fallado constantemente en investigar y sancionar a las personas responsables.

Desde el golpe de Estado han sido asesinadas más de 30 personas periodistas y comunicadoras, y cada una de las muertes tiene sus propias características. Entre las personas asesinadas hay afines a la resistencia; otros laboraban en medios de comunicación comprometidos con el golpe; y hay quienes no tenían ninguna participación política directa.

Como lo señala el padre Ismael Moreno, es aquí donde radica lo más terrible de esas muertes. “Basta con que una persona utilice en sus labores un micrófono, una computadora o una cámara para publicar o divulgar información que afecte a los poderosos de la comunidad, el municipio o el departamento, para que la vida de quien dio la noticia quede expuesta a un riesgo mortal”. 

Solo el año pasado el Comité por la Libertad de Expresión registró 10 asesinatos. La muerte más reciente de un comunicador social sucedió el 15 de diciembre de 2014 en Comayagua cuando el propietario del RPM Canal 28, Reinaldo Paz Mayes, fue acribillado por desconocidos mientras hacía ejercicio. 

Esta vez le tocó el turno trágico a Carlos Fernández, quien era miembro activo de la Red de Alertas y Protección a Periodistas y Comunicadores Sociales y que fue asesinado la noche del jueves 5 de febrero, en el municipio de Roatán, departamento de Islas de la Bahía. Sus asesinos lo esperaban cerca de su domicilio y le dispararon en el tórax y en la sien. Con Fernández, la cifra de este tipo de asesinatos sube a 51 desde el año 2003.

La impunidad es un círculo vicioso que solo puede detenerse cuando el Estado asuma diligentemente su obligación de investigar y sancionar a los responsables de estos y otros crímenes. 

A la ciudadanía nos toca continuar exigiendo justicia y denunciando la incompetencia de las autoridades estatales en el cumplimiento de su deber de prevenir, investigar, sancionar y reparar a las víctimas.