Extracto de Principia iuris. Teoría del derecho y de la
democracia
¿Cuál es el momento en que puede afirmarme
que nace o existe una persona humana?
Esta pregunta es relevante por las
consecuencias prácticas en la valoración y tratamiento de fenómenos como el
aborto, la fecundación asistida o la utilización de embriones con fines
terapéuticos y puede responderse desde la filosofía moral, la filosofía
jurídica y la teoría del derecho.
1. Filosofía moral.
¿El embrión es una persona o no? El embrión es una entidad vital que
consiste precisamente en una potencialidad de ser humano. Pero esta tesis,
seguramente verdadera, no implica ni permite derivar la de que el embrión es
una persona. Podemos saber, como de hecho sabemos, exactamente todo sobre las
características empíricas del embrión o del feto en las distintas fases de la
gestación. Pero estos conocimientos no bastan para determinar si tales
entidades son (o no son) personas. Persona es un vocablo del lenguaje jurídico
y del lenguaje moral, pero desde luego no del lenguaje biológico. Deducir de la
tesis biológica según la cual el embrión es una entidad vital la tesis moral de
su calidad de persona, o incluso la
tesis filosófico-jurídica según la cual es justo configurar como ilícita su
eliminación, es por eso una indebida derivación viciada de falacia naturalista.
Decir que un embrión es una persona no es una aserción sino una prescripción;
no es un juicio de hecho sino un juicio de valor, y como tal ni verdadera ni
falso sino sometido a la valoración moral y a la libertad de conciencia de cada
uno. Sólo hay una cosa pacíficamente compartida: una persona, tanto en sentido
jurídico como moral, existe indiscutiblemente en el momento del nacimiento, el
cual requiere la gestación y el parto de la mujer.
El nacimiento implica por tanto el cuerpo y
la mente de una potencial madre, es decir, de un sujeto que es indudablemente
persona. Invirtamos por ello nuestro problema: ¿es moralmente aceptable que una
mujer, a fin de que se satisfaga un hipotético derecho del embrión a nacer
–pese a ser reconocido como persona sobre la base de la controvertida cuestión,
no científica sino moral, de su personalidad- sea obligada a una gestación y un
parto no queridos y en consecuencia a soportar una maternidad impuesta e
involuntaria? Es claro que esta situación que comporta una alteración de la
vida de la mujer, representa una violación clamorosa de la segunda máxima de la
ética kantiana, según la cual ninguna persona puede ser tratada como un medio
para fines ajenos: en este caso, como instrumento de reproducción mecánica e
involuntaria. Y contradice asimismo el postulado de la ética liberal expresado
por John Stuart Mill mediante la máxima según la cual cada uno es soberano de
su propio cuerpo y de su propia mente.
Si esto es así, el nacimiento no puede
concebirse solamente como un hecho biológico y natural. Es también la traída al
mundo del nascituro por parte de la mujer y por consiguiente el fruto del
ejercicio de una libertad-inmunidad fundamental de la misma –una libertad de
autodeterminación, pero antes aún una inmunidad o libertad frente a
constricciones- que tiene como objeto del propio cuerpo y la propia integridad
e identidad de la persona. Así pues, el problema de la tutela del embrión en
cuanto potencial personal sólo puede resolverse, sin que la persona de la mujer
sea tratada como cosa o como medio para fines ajenos, admitiendo que el embrión
es merecedor de tutela si y sólo sí es pensado y querido como persona por la
madre. Por eso el fundamento moral de la tesis metajurídica de la no
punibilidad del aborto dentro de un cierto periodo de tiempo tras la
concepción, al igual que el de la licitud de la utilización de células
embrionarias con fines terapéuticos no reside en la idea de que el embrión sea
una simple cosa y no una potencialidad de persona. Reside, antes bien, en la
tesis moral de que la decisión sobre la naturaleza de (futura) persona del
embrión no puede sino depender de la autonomía moral de la mujer, en virtud de
la naturaleza precisamente moral y no simplemente biológica del acto con el que
la madre lo concibe (literalmente) como persona.
Podemos esclarecer mejor el alcance de esta
tesis moral invirtiendo nuevamente los términos del dilema expresado por la
relación entre naturaleza del embrión y autodeterminación de la mujer en el
asunto de la maternidad. ¿Qué significa confiar a la libertad de conciencia de la
mujer la decisión moral de que el feto que lleva en su seno es virtualmente una
persona, o sea, hacer depender de tal decisión la cualidad de (futura) persona del nasciturno? Significa aceptar la tesis moral de que persona, merecedora como
tal de tutela, es el ser nacido o en todo caso destinado por la madre a nacer.
Y esto vale tanto para el aborto como para cualquier otra práctica que lesione
el embrión.
Todos nos oponemos con firmeza a cualquier
acto que pueda dañar al nascituro, al que consideramos inviolable en cuanto
pensado y querido como futura persona. Pero no todos consideramos lesiva la
decisión de la madre de no concebir por tanto de no hacer nacer a ninguna
persona, ni consideramos por consiguiente inviolable lo que es simplemente un
embrión no destinado a nacer como persona.
Por lo demás, es indudable que una mujer
siente dentro de sí un hijo y no una simple vida en el mismo momento en que
piensa y quiera esta vida como un hijo, o sea, como una persona. Pero esto, me
parece, confirma y al mismo tiempo integra la tesis moral aquí sostenida en
relación no con la personalidad sino con la tutela del embrión: la procreación,
al igual que la persona, es un concepto moral, un concepto que no designa sólo
un fenómeno biológico sino también un acto moral de voluntad. Es precisamente
este acto de voluntad, en virtud del cual la madre concibe al nascituro como
persona, lo que según esta tesis confiere a éste el valor de persona: lo que
crea la persona. Podemos, pues, admitir la anticipación de la persona antes del
parto: pero siempre que resulte claro que ésta, según la tesis moral ofrecida
aquí, está en todo caso vinculada al acto con el que la mujer se piensa y se
quiere como madre y piensa y quiera al feto como nacido.
Según este punto de vista moral, la
procreación es realmente un acto creativo o performativo: fruto no sólo de un
proceso biológico sino de un acto de consciencia y de voluntad. Con ella la madre, al concebir el nascituro
como hijo, no sólo le da cuerpo sino también valor de persona. Dicho en otros
términos: si es verdad que el embrión necesita de la (decisión de la) madre
para nacer, entonces dicha decisión determina su naturaleza haciendo de él una
(futura) persona. En suma, su cualidad de (futura) persona es compatible con la
tesis sobre la dignidad de la persona de la madre, como sujeto y no objeto, si
y sólo si es decidida por ésta, es decir, si y sólo si es pensada y querida por
el sujeto que puede hacerlo nacer como persona.
Naturalmente no todos comparten esta
concepción moral de la persona y de la maternidad. Dicha concepción no es más
verdadera (sino en mi opinión sólo más razonable) que la que siempre ve en el
embrión a una persona con independencia de la voluntad de la madre de traerlo
al mundo. No es más verdadera, pero tampoco más falsa. Sin embargo, las dos
concepciones son incompatibles. En el plano moral, en efecto, no existe
posibilidad de acuerdo ni de compromiso, sino sólo de recíproca tolerancia. Y
en este caso la tolerancia consiste en reconocer a ambas concepciones como
posiciones morales legítimas, cada una de las cuales puede ser practicada sin
que la otra pueda ser descalificada como inmoral sólo porque no se comparte.
Pero esto equivale a no blandir contra ninguna de ellas el derecho penal, como
en cambio querrían los defensores de la punición del aborto, que pretender imponer
a todos su moral y en consecuencia obligar también a las mujeres que no la
comparten a sufrir sus dramáticas consecuencias.
2. Filosofía jurídica.
Llego así a la cuestión jurídica, de
filosofía del derecho y ya no de filosofía moral, de si está o no justificado
que el derecho confiera al embrión como tal el estatus de persona e imponga
respetar dicho estatus con la sanción penal. Ésta es una cuestión completamente
distinta de la examinada hasta ahora, pues tiene que ver con la aceptabilidad
moral y política no ya de la eliminación del embrión sino de la prohibición y
punición jurídica de las misma, con independencia de lo que se piense de su
inmoralidad. Hay una primera razón que la hace moralmente inaceptable y que
está vinculada a los efectos concretos de la penalización de la interrupción
voluntaria del embarazo. En Italia, por ejemplo, tras la sustancial
despenalización que tuvo lugar con la ley nº 194 de 1978, el número de abortos
cayó drásticamente. Por consiguiente, incluso si no quiere verse entre los dos
hechos una relación de causa y efecto explicable por la acrecentada autonomía
de las mujeres, resulta claro que la penalización del aborto ya no puede seguir
invocándose ni siquiera para defender la vida de los fetos. Para ello, si
acaso, debería auspiciarse y defenderse su abolición.
Excluida, pues, toda su eficacia disuasoria,
será preciso admitir que el único fin que con ella se persigue es la
consagración jurídica del principio moral de que el feto es una persona y que
eliminarlo es un ilícito moral. Es así como nuestra cuestión se reduce a la de
si es admisible penar y prohibir un hecho sólo porque es (considerado por
algunos) inmoral. Baste decir aquí que tanto la cultura jurídica moderna,
fundada sobre la libertad individual, como la moral laica, fundada sobre la
autonomía de la conciencia, nacen de la recíproca autonomización y separación
entre derecho y moral. El derecho no tiene la función de afirmar o de reforzar
la (o una concreta) moral sino sólo la de prevenir daños a las personas y
garantizar sus derechos fundamentales; del mismo modo que, a la inversa, la
moral, para ser vivida y practicada con autenticidad, no tiene necesidad del
apoyo del derecho y menos aún del derecho penal.
Hay además un segundo orden de razones aún
más importante y decisivo que hace moralmente inaceptable la pretensión de usar
el derecho penal para reprimir el aborto en nombre la cualidad de persona del
embrión: el hecho de que la afirmación jurídica del principio moral que con
ello se persigue (la intangibilidad de los embriones en cuanto tales)
prevalezca sobre cualquier otra consideración de orden práctico y moral,
empezando por la violación del principio moral ya ilustrado de la dignidad de
la persona de la madre. Esta pretensión, en efecto, muestra la prevalencia otorgada
a la afirmación jurídica del principio, pese a carecer de toda eficacia
disuasoria, sobre los dramáticos costes que comporta para millones de mujeres:
por su vida, puesta en peligro por la práctica del aborto clandestino, y por
los trastornos existenciales y las humillaciones a que les somete la elección
entre aborto ilegal y maternidad impuesta.
Hay, en efecto, un equívoco que debe ser
aclarado. En el debate sobre el aborto, el derecho de la mujer a decidir su
maternidad suele ser descalificado porque se concibe esencialmente como una
libertad activa, es decir, como derecho de aborto. Esta concepción ignora que
tal derecho consiste no sólo y no tanto en una libertad activa o positiva, o
sea, en la facultad de abortar que es sólo un corolario de aquél, sino más bien
en una libertad negativa, a saber, en el derecho de la mujer a no convertirse
en madre contra su voluntad; no tanto, por consiguiente, en una facultas agendi, sino sobre todo, como
se verá luego, en una inmunidad, en un habeas corpus, o sea, en la libertad
personal frente a constricciones y coerciones.
La prohibición penal del aborto, en efecto,
no se limita a prohibir un hacer. Impone también, y diría que sobre todo, una
multiplicidad de obligaciones de hacer: la obligación de ser madre, de llevar
adelante un embarazo, de parir con dolor, de criar y mantener un hijo, de
renunciar a proyectos de vida diferentes. Impone, en una palabra, el sacrificio
del propio futuro. Es claro que todo esto contrasta con todos los principios
liberales del derecho penal, en virtud de los cuales ya no se permite que el
derecho penal constriña a un hacer y menos aún que imponga opciones de vida y
concepciones morales, pero también con el ya recordado principio kantiano del
valor de la persona como fin y no como medio para fines ajenos. Lo único que un
ordenamiento no confesional puede hacer para tutelar los embriones es
establecer una convención que, respetando el pluralismo moral y por ello la
posibilidad de que cada cual realice sus propias opciones morales, no lesione
los derechos fundamentales de la persona de la mujer a su integridad, dignidad
y libertad y que al mismo tiempo fije el momento en el que la tutela del
embrión deja de ser una cuestión solamente moral.
3. Conclusión.
Me parece que la única convención jurídica
capaz de satisfacer estas finalidades e impedir al mismo tiempo el conflicto
entre tutela de la persona de la madre y tutela de la persona del feto es la
estipulación de un plazo dentro del cual la madre pueda decidir libremente su
maternidad, es decir, pueda concebir o no el embrión o el feto como un hijo. La
convención estipulada por la ley italiana, por ejemplo, fija este plazo en tres
meses desde la concepción. Y, nótese, no porque tres meses signifiquen algo en
el plano biológico, sino sólo porque éste es el tiempo necesario y suficiente
para que la mujer pueda tomar una decisión consciente y responsable: es decir,
para garantizar su libertad de conciencia, o sea, su autodeterminación moral y,
al mismo tiempo, su dignidad como persona.
En suma, la posición moral
de quienes sostienen la no punibilidad del aborto en esos tres meses no se
funda en negar que el embrión sea una potencialidad de persona, sino en la
tesis de que persona es un término del lenguaje moral que no designa
simplemente una entidad vital sino el ser nacido; que únicamente es inviolable
y merecedor de tutela como sujeto jurídico el nascituro, es decir, el embrión
destinado por la madre a nacer porque ha sido concebido por ella como persona;
que en todo caso estas tesis morales, incluso si no se comparten, son
totalmente independientes de la tesis más específicamente filosófico-jurídica
(la única que cuenta desde el punto de vista del derecho) de la ilegitimidad
moral de la punición del aborto por resultar lesiva a la dignidad de la mujer
y, además, completamente ineficaz para la propia tutela de los fetos; que esta
última, en fin, es una tesis ético-política que, con independencia de lo que se
piense de la naturaleza del feto, equivale al principio, propio de toda
metaética laica, de que una auténtica moral no precisa del apoyo del derecho.