El Diccionario Jurídico Elemental
de Cabanelas de Torres define la extradición como la “[e]ntrega que un país hace
a otro, cuando éste así lo reclama, del acusado de ciertos delitos para ser
juzgado donde se suponen cometidos”.
Para septiembre de este año había 26 solicitudes de
extradición en manos de la Corte Suprema de Justicia, sobre las cuales había
emitido 15 órdenes de captura de extraditables y 11 se encontraban entrampadas,
algunas de ellas porque los magistrados que actúan como jueces de extradición
no habían emitido la resolución y en otros porque las órdenes de captura no habían
sido enviadas a la Secretaría de Seguridad.
Las extradiciones en sí mismas y la lentitud con la
que la Corte Suprema de Justicia las está procesando refleja dos cosas: En
primer lugar, como lo señala Omar Rivera, coordinador de la Alianza por la Paz
y la Justicia, que el Poder Judicial es una institución “que ha sido opaca,
poco transparente, sin rendición de cuentas, que permite que este tipo de
omisiones pueda estar tras bambalinas o de forma subterránea en total
oscuridad”.
En segundo lugar, que las extradiciones es el
reflejo trágico de la situación de la justicia hondureña que no es capaz de
juzgar y sancionar a los grandes criminales que tienen al país hundido en la
violencia y la corrupción, y que al verse seguros de su impunidad, siguen
cometiendo sus crímenes, alimentando de este modo el miedo en la sociedad e
impidiendo la plena realización del
Estado de derecho y la democracia.
El Poder Judicial hondureño a lo largo de su
historia ha jugado un papel crucial para que la ley se aplique
diferenciadamente si se trata de personajes con poder político o económico como
Callejas, Michelleti o Vásquez Velásquez, o si se
trata de la mayoría de ciudadanos y ciudadanas quienes debemos afrontar la actuación efectiva
de las normas y de la fuerza pública.
La ciudadanía debemos
estar conscientes que la elección de la nueva Corte Suprema de Justicia no es
un simple reparto político de puestos públicos sin ningún impacto para nuestras
vidas. Lo que está en juego es la existencia misma de la sociedad y el Estado
democrático de derecho, pues la presencia de un poder judicial independiente e
imparcial es fundamental para acabar con la impunidad y la corrupción, y para
la vigencia efectiva de los derechos humanos.
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