jueves, 2 de octubre de 2008

Breves reflexiones sobre los derechos económicos, sociales y culturales en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos

Joaquín A. Mejía R.
(Publicado en Revista Justicia, Asociación de Jueces por la Democracia, Año 4, N° 9, Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, abril de 2008, pp. 27-44)

Sumario
I. Consideraciones previas. II. Vías de exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales. A. Estrategias de exigibilidad directa. B. Estrategias de exigibilidad indirecta. III. Conclusión. IV. Bibliografía mínima.

I. Consideraciones previas.
América Latina sigue siendo la región con mayor desigualdad en el mundo y las reformas estructurales de la economía que se han implementado en los últimos años han influido significativamente en el aumento de la brecha entre una minoría acaudalada y una mayoría que carece de los bienes más básicos para vivir dignamente (Amnistía Internacional 2005: 9; PNUD 2005: 60). Ante este panorama, el tema de los derechos económicos, sociales y culturales adquiere mayor relevancia en el continente americano, ya que al tener como objetivo el «hacer menos grande la desigualdad entre quien tiene y quien no tiene» (Bobbio 1995: 151), su plena efectividad y ejercicio potenciaría las capacidades de las personas, lo que les permitiría acceder a los recursos necesarios para disfrutar de un nivel de vida digno y participar activamente en las decisiones políticas transcendentales, y de esta forma contribuir al fortalecimiento de la democracia, que junto a los derechos humanos y el Estado de derecho, «constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros» (Corte IDH: párr.. 26).

Por ello, es indudable que la realización de los derechos económicos, sociales y culturales es una condición necesaria para el pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos, pues en virtud de su carácter indivisible, proclamado y reafirmado en la Conferencia Mundial de Viena de 1993, la violación de unos comporta la violación de otros, ya que todos los derechos humanos forman un conjunto unitario e indisoluble «al servicio de la autodeterminación individual; cualquier pieza del entramado es necesaria para dicha autodeterminación, y sólo el conjunto es suficiente» (García Manrique 2000: 390), pues al complementarse componen el «estatuto básico» del ser humano (García Ramírez 2003: punto 3). En ese sentido, es claro que el ejercicio de los derechos civiles y políticos se vería limitado y en ocasiones anulado a causa del analfabetismo, el hambre, la enfermedad, la discriminación y la pobreza (PNUD 2005: 20-21).

De esta forma lo entendieron los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 al establecer la pretensión de «liberar al ser humano del temor y la miseria», para lo cual incluyeron en dicho instrumento tanto derechos civiles y políticos (arts. 3-21) como derechos económicos, sociales y culturales (arts. 22-27) sin realizar ninguna distinción ni estableciendo algún tipo de jerarquía entre ellos. De la misma forma actuaron los redactores de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948 que incluyeron todos los derechos humanos, valorados como un cuerpo único y comprendiendo que su esencia es la misma: la dignidad humana (Texier 2004: 13).

Sin embargo, como es bien sabido, estas declaraciones sólo cuentan con una fuerza política persuasiva al representar el consenso y la aceptación de la comunidad internacional, pero no poseen los atributos jurídicos de las normas convencionales para asegurar su cumplimiento (Corte IDH 1989: párr.. 45-46). Por ello, en 1951 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió elaborar un instrumento jurídicamente vinculante para la protección de los derechos consagrados en la Declaración Universal. A pesar de que la intención inicial era recoger en un solo tratado todos los derechos, el enfrentamiento entre el bloque capitalista y el bloque soviético hizo que en 1951 la Asamblea General decidiera elaborar dos pactos internacionales de derechos humanos con algunas diferencias sustanciales entre ellos (Cançado 2001: 94).

Así, a pesar de que tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en adelante el PIDCP) como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante el PIDESC) cuentan con un preámbulo y un artículo 1 comunes, el PIDESC contiene mecanismos más débiles de protección de los derechos en él contenidos. Paradójicamente, el preámbulo común de ambos pactos reconoce la interdependencia e interrelación de todos los derechos consagrados al establecer que «no puede realizarse el ideal del ser humano libre […] a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos civiles y políticos, tanto como de sus derechos económicos, sociales y culturales».

Desafortunadamente, mientras que las obligaciones resultantes del PIDCP son de carácter inmediato (artículo 2), las obligaciones emanadas del PIDESC son de carácter gradual y progresivo (artículo 2); a su vez, mientras el PIDCP crea un Comité de Derechos Humanos para supervisar los tres mecanismos de control establecidos en él (artículo 28), a saber, (i) informes periódicos; (ii) comunicaciones interestatales; y (iii) comunicaciones individuales; el PIDESC no establece la creación de ningún comité, solamente la presentación de informes estatales como mecanismo de supervisión (artículo 16).

En el continente americano se dio un debate similar durante los trabajos preparatorios de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante la CADH). En 1959 el Consejo Interamericano de Jurisconsultos, y en 1965 Chile y Uruguay, presentaron varias propuestas que incorporaban los derechos económicos, sociales y culturales en el proyecto de la CADH. Sin embargo, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos siguió la solución de mayor influencia en la época, tanto en Naciones Unidas como en el sistema europeo, con la diferencia de que la CADH se limitó a remitir en su artículo 26 a las normas económicas, sociales y culturales contenidas en los artículos 29-50 de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) (Cançado 2001: 96).

Posteriormente, el 17 de noviembre de 1988 se aprueba el Protocolo Adicional a la CADH (en adelante Protocolo de San Salvador) referente a los derechos económicos, sociales y culturales, sin embargo, además de que hasta la fecha sólo ha sido ratificado por 14 Estados, el mismo únicamente reconoce la posibilidad de presentar peticiones individuales por la violación de dos derechos, libertad sindical (artículo 8.a) y derecho a la educación (artículo 13). Por tanto, el resto de derechos quedan desprotegidos del procedimiento judicial y tan sólo son objeto de control a través de los informes que los Estados están obligados a presentar a la Asamblea General de la OEA (artículo 19.1).

Sobre la base de estas premisas cabe preguntarse, ¿por qué si todos los derechos son necesarios para realizar el ideal del ser humano libre, los derechos económicos, sociales y culturales son considerados derechos de segunda clase, negándoles su valor jurídico o caracterizándolos como «meras declaraciones de buenas intenciones, de compromiso político y, en el peor de los casos, de engaño o fraude tranquilizador»?, (Abramovich y Courtis 2004: 19) ¿por qué su protección normativa no es tan amplia y garantista como la de los derechos civiles y políticos?, ¿por qué los órganos internacionales reconocen que todos los derechos humanos son indivisibles, interdependientes y sin jerarquía entre ellos, pero su práctica contradice tal afirmación?, ¿por qué los instrumentos internacionales limitan su ejercicio a la disponibilidad de recursos?

Si bien es cierto, algunas de estas preguntas encuentran su respuesta en la voluntad soberana de los Estados para determinar el tipo de instrumento al que desean prestar su consentimiento, detrás de ello también se pueden encontrar cuestiones históricas, ideológicas y políticas que condicionan dicho consentimiento con la consecuente redacción de instrumentos con mecanismos de protección más débiles.

A pesar de ello, tanto en el ámbito universal como en el americano, los órganos de control de los tratados relativos a los derechos humanos en general, y a los derechos económicos, sociales y culturales en especial, han reconocido el carácter fundamental de estos últimos y a través de su actividad jurisprudencial han abierto caminos para lograr una mejor protección, ya que, si bien durante los primeros años de funcionamiento sus actividades estuvieron enfocadas en la protección de los derechos civiles y políticos debido a la inestable situación política en muchas partes del mundo, a mediados de los años ochenta hubo algunos desarrollos positivos como la creación del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante el Comité DESC) de Naciones Unidas, y la adopción del Protocolo de San Salvador en América; por otro lado, el trabajo jurídico y político de algunas ONG nacionales e internacionales ha coadyuvado a que los órganos de control pusieran mayor atención a los derechos económicos, sociales y culturales. No obstante lo anterior, se debe reconocer que a pesar de los avances alcanzados, el pleno respeto de tales derechos aún es una asignatura pendiente, por lo que es fundamental examinar las formas directas e indirectas a través de las cuales los órganos de protección han establecido importantes precedentes de aplicación normativa en la materia, y que deben servir de base para el trabajo de personas, comunidades y organizaciones en su lucha por el respeto de todos los derechos humanos.

II. Vías de exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
No se puede ignorar que la implementación de los derechos económicos, sociales y culturales enfrenta serios obstáculos, pero superarlos es una cuestión que concierne a la democracia. En ese sentido es cuestionable hablar de un auténtico Estado de derecho si no hay una efectiva realización de todos los derechos humanos (Díaz 1981: 41-42), pues en virtud de su carácter indivisible (Squires, Langfor y Brett 2005: 23) es insostenible la creencia en la superioridad de unos sobre otros, ya que la dignidad de una persona no puede dividirse en dos fracciones como si se tratase de «dos mundos» (Prieto 1998: 116) distintos: el de los derechos civiles y políticos, y el de los derechos económicos, sociales y culturales.

Por ello, se han desarrollado algunas estrategias de exigibilidad que han permitido un nivel de protección y reparación de las violaciones a estos derechos. En ese sentido, tanto la Comisión como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han podido proteger una serie de derechos económicos, sociales y culturales a través del seguimiento de su situación a la luz de los artículos 26 (desarrollo progresivo), 1.1 (respeto y garantía), 2 (adopción de medidas necesarias para su efectividad), 8 y 25 (garantías y protección judicial), 19 (medidas de protección a la niñez), 16 (libertad de asociación) y 24 (igualdad ante la ley) de la CADH. A su vez, el Protocolo de San Salvador, además de brindar una protección jurisdiccional a algunos aspectos de los derechos sindicales y al derecho a la educación, «provee una guía normativa para definir el alcance de otros derechos económicos, sociales y culturales, entre otros, los artículos 7 (condiciones justas, equitativas y satisfactorias de trabajo), 9 (derecho a la seguridad social) y 11 (derecho a un medio ambiente sano)» (CEJIL 2000: 1).

A grandes rasgos, y sólo mencionando unos cuantos ejemplos jurisprudenciales, se pueden señalar las estrategias de exigibilidad directa y las estrategias de exigibilidad indirecta.

A. Estrategias de exigibilidad directa.
A través de este tipo de estrategias, se somete a conocimiento directo de un órgano judicial la situación de un derecho económico, social o cultural cuando la conducta exigible del Estado en materia de ese derecho resulta claramente determinable y contrario a las normas internacionales; en este sentido, se puede sostener que no existe ningún impedimento teórico para considerar que estos derechos son directamente exigibles por vía judicial, ya sea a partir de un reclamo individual o mediante un reclamo colectivo (Abramovich y Courtis 2004: 132-133). Tal es el caso de los derechos a la libertad sindical y a la educación, establecidos en el Protocolo de San Salvador, que en caso de violación pueden ser objeto del sistema de peticiones individuales regulado por los artículos 44 a 51 y 61 a 69 de la CADH.

En relación con la CADH, su artículo 26 establece que los Estados Partes tienen la obligación de adoptar medidas de distintos tipos para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos derivados de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la OEA, en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados. De esta norma podemos destacar, en primer lugar, que los Estados se comprometen a adoptar medidas para lograr progresivamente la efectividad de los derechos; y en segundo lugar, que la progresividad implica un mandato de gradualidad y de no reversibilidad en la actuación estatal; es decir, que los Estados deben mejorar las condiciones de goce y ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales y evitar su empeoramiento. En ese orden de ideas, el Comité DESC de Naciones Unidas ha señalado que además de dicha progresividad, existen obligaciones con carácter inmediato que deben ser respetadas y cumplidas por los Estados, tales como (i) la de garantizar que los derechos se ejerzan sin discriminación y (ii) la de adoptar medidas concretas y orientadas lo más claro posible hacia el cumplimiento de las obligaciones (CDESC 2001: párr. 1-2).

Siguiendo la línea anterior, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante la CIDH) ha señalado que «si bien el artículo 26 no enumera medidas específicas de ejecución, dejando que el Estado determine las medidas administrativas, sociales, legislativas o de otro tipo que resulten más apropiadas, expresa la obligación jurídica por parte del Estado de encarar dicho proceso de determinación y de adoptar medidas progresivas en ese campo. El principio del desarrollo progresivo establece que tales medidas se adopten de manera que constante y consistentemente promuevan la plena efectividad de esos derechos» (CIDH 1999: cap. III, párr.. 4).

A su vez, en su informe sobre Perú, la CIDH señaló que «el carácter progresivo con que la mayoría de los instrumentos internacionales caracteriza las obligaciones estatales relacionadas con los derechos económicos, sociales y culturales implica para los Estados, con efectos inmediatos, la obligación general de procurar constantemente la realización de los derechos consagrados sin retrocesos. Luego, los retrocesos en materia de derechos económicos, sociales y culturales pueden configurar una violación, entre otras disposiciones, a lo dispuesto en el artículo 26 de la Convención Americana» (CIDH 2000: cap. IV, párr. 11).

Por otro lado, debido a un plan de desarrollo promovido por el Estado de Brasil para explotar los recursos de la región amazónica, para lo cual se construyó una carretera que cruzaba el territorio de los indios Yanomami, permitiendo de esta forma la penetración masiva de extranjeros al territorio indígena con graves consecuencias sobre el bienestar de la comunidad, la CIDH consideró que el Estado era responsable por la violación del derecho a la vida, la libertad, la seguridad, el derecho de residencia y tránsito, y el derecho a la preservación de la salud y el bienestar de los indios Yanomami (CIDH 1984-1985).

Finalmente, en otro caso relativo a las condiciones indignas en que se encontraban los adolescentes encarcelados, la CIDH declaró admisible la petición individual que alegaba la violación del artículo 19 de la CADH relativo a los derechos del niño, y del artículo 13 del Protocolo de San Salvador sobre el derecho a la educación, en perjuicio de los adolescentes acusados de cometer infracciones penales en custodia en las instituciones penales del Estado de Sao Paulo (CIDH 2002: párr. 1, 4, 21 y 44).

Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante la Corte IDH) interpretó el artículo 26 no como una simple formulación de objetivos programáticos sino como una serie de obligaciones concretas que los Estados deben cumplir desde el mismo momento en que ratifican la CADH. Sin embargo, la Corte IDH supeditó el conocimiento de un caso bajo este artículo sólo cuando la afectación de un grupo sea representativa de una situación general, siendo tal posición un tanto ambigua y sin dar «pautas suficientes para delimitar el ámbito de aplicación de la norma» (Abramovich y Rossi 2004: 468). A su vez, en el caso Baena Ricardo y otros contra Panamá, en el que el Estado despidió masivamente a cientos de trabajadores del sector público que habían participado en una serie de protestas contra el gobierno y les aplicó retroactivamente una ley que los sometía al fuero administrativo, privándolos en consecuencia de la vía laboral para efectuar las impugnaciones pertinentes, la Corte IDH consideró que Panamá era responsable de violar el principio de legalidad y retroactividad, las garantías judiciales y protección judicial y la libertad de asociación con fines sindicales (Corte IDH 2001: párr. 157, 159 y 162).

Finalmente, en el caso de la Comunidad Mayagna Awas Tigni, la Corte IDH estableció que el artículo 21 de la CADH protege el derecho a la propiedad en un sentido que comprende, entre otros, los derechos de los miembros de las comunidades indígenas en el marco de la propiedad comunitaria. En ese orden de ideas señaló que «entre los indígenas existe una tradición comunitaria sobre una forma comunal de la propiedad colectiva de la tierra, en el sentido de que la pertenencia de ésta no se centra en un individuo sino en el grupo y su comunidad. Los indígenas por el hecho de su propia existencia tienen derecho a vivir libremente en sus propios territorios; la estrecha relación que los indígenas mantienen con la tierra debe de ser reconocida y comprendida como la base fundamental de sus culturas, su vida espiritual, su integridad y su supervivencia económica. Para las comunidades indígenas la relación con la tierra no es meramente una cuestión de posesión y producción sino un elemento material y espiritual del que deben gozar plenamente, inclusive para preservar su legado cultural y transmitirlo a las generaciones futuras» (Corte IDH 2001, párr. 149).

B. Estrategias de exigibilidad indirecta.
A través de estas estrategias, la tutela de un derecho económico, social o cultural se logra a partir de la invocación de un derecho civil o político. Con esta fórmula lo que se pretende es «aprovechar las posibilidades de justiciabilidad y los mecanismos de tutela que brindan otros derechos, de modo de permitir, por esa vía, el amparo del derecho social en cuestión» (Abramovich y Courtis 2004: 168).

En el caso N° 12,249 contra El Salvador, la CIDH determinó que aunque no era competente ratione materiae para señalar violaciones al artículo 10 del Protocolo de San Salvador de forma autónoma, sí podía utilizar dicho instrumento para interpretar otras disposiciones aplicables a la luz de lo previsto en los artículos 26 y 29 de la CADH (CIDH 2001: párr. 1, 2, 24, 35 y 47). En su informe sobre el caso Milton García Fajardo y otros, la CIDH consideró que si bien los derechos económicos de los trabajadores de aduanas entraban en el marco de la protección del artículo 26 de la CADH, las violaciones de sus derechos al respeto de la legalidad y retroactividad, así como a las garantías judiciales, eran las que producían los prejuicios económicos de las víctimas y postergaban sus derechos económicos, sociales y culturales (CIDH 2001: párr. 95).

Del mismo modo, la CIDH declaró admisible una petición por violación a los artículos 4, 8, 16, 25 y 1.1 de la CADH en perjuicio de un grupo de personas que durante los años 80 fueron obligados a prestar servicio en la Patrulla Civil sin obtener ningún salario (CIDH 2002: párr. 13 y 69). Por otra parte, en el caso de Víctor Rosario Congo quien fue objeto de detención preventiva sin que se le brindara la atención médica que requería, la CIDH consideró, a pesar de no pronunciarse sobre el derecho de salud directamente, que la incomunicación de un discapacitado mental en una institución penitenciaria constituía una violación grave de la obligación de proteger la integridad física, psíquica y moral de las personas que se encuentran bajo la jurisdicción del Estado, lo cual se vio agravado por las condiciones de abandono en las cuales permaneció aislado y sin poder satisfacer sus necesidades básicas referentes a su enfermedad (CIDH 1999: párr. 58, 59 y 67).

Finalmente, la CIDH también ha otorgado medidas cautelares para proteger derechos económicos, sociales y culturales de forma indirecta a través de la protección de los derechos civiles y políticos. En uno de esos casos, las medidas consistieron en que el Estado debía brindar los medicamentos retrovirales necesarios para preservar la vida de 27 personas viviendo con VIH/SIDA (CIDH 2001: párr. 1); y en otro caso, las medidas estaban encaminadas a evitar la expulsión por parte de República Dominicana, de dos niñas dominicanas de origen haitiano que no poseían documento alguno que acreditara su nacionalidad y sin el cual también estaban privadas de asistir a la escuela. Por tanto, la CIDH adoptó dichas medidas con base en el artículo 29 de su Reglamento, a fin de evitar que se consumasen daños irreparables a las niñas, es decir, que fuesen expulsadas del territorio de su país y que una de ellas fuera privada del derecho de asistir a clases y de recibir la educación que se brinda a los demás niños de nacionalidad dominicana (CIDH 2001: párr. 1, 2 y 4).

En relación con la Corte IDH, una de sus sentencias más importantes es la del caso Villagrán Morales y otros contra Guatemala, ya que en ella estableció que a la luz del artículo 19 de la CADH los niños de la calle son víctimas de una doble agresión, pues además de ser vulnerables ante la posibilidad de que puedan ser asesinados, el Estado no toma las medidas adecuadas para evitar que sean lanzados a la miseria, privándolos así de unas mínimas condiciones de vida digna, e impidiéndoles el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, a pesar de que todo niño tiene derecho a alentar un proyecto de vida que debe ser cuidado y fomentado por los poderes públicos, para que se desarrolle en su beneficio y en el de la sociedad a la que pertenece (Corte IDH 1999: párr. 191).

En ese sentido, la Corte IDH estableció que el derecho fundamental a la vida comprende, no sólo el derecho de todo ser humano de no ser privado de la vida arbitrariamente, sino también el derecho a que no se le impida el acceso a las condiciones que le garanticen una existencia digna (Corte IDH 1999: párr. 144). A su vez, la Corte IDH señaló que el derecho a la vida que se consagra en el artículo 4 de la CADH no sólo comporta las prohibiciones que en ese precepto se establecen, sino la obligación de proveer las medidas necesarias para que la vida revista de condiciones dignas (Corte IDH 2002: párr. 80).

La Corte IDH también ha destacado la importancia del derecho a la salud, resaltando el principio 11 de la Declaración de la Conferencia Internacional sobre Población y el Desarrollo que, entre otras cosas, reconoce que el niño tiene derecho a un nivel de vida adecuado para su bienestar y al más alto nivel posible de salud. Además, ha señalado que la educación y el cuidado de la salud de los niños suponen diversas medidas de protección y constituyen los pilares fundamentales para garantizar el disfrute de una vida digna, que en virtud de su inmadurez y vulnerabilidad se hallan a menudo desprovistos de los medios adecuados para la defensa eficaz de sus derechos (Corte IDH 2002: párr. 81 y 86).

En el caso del Instituto de Reeducación del Menor, la Corte IDH señaló que las condiciones de detención infrahumanas y degradantes a que se vieron expuestos todos los internos del instituto, conllevaron necesariamente una afectación en su salud mental, repercutiendo desfavorablemente en el desarrollo psíquico de su vida e integridad personal (Corte IDH 2004: párr. 168).

En dos opiniones consultivas, la Corte IDH también manifestó que los derechos laborales surgen necesariamente de la condición de trabajador, entendida ésta en su sentido más amplio, por lo que el respeto y garantía del goce y ejercicio de esos derechos debe realizarse sin discriminación alguna (Corte IDH 2003: párr. 133); a su vez, estableció que si un indigente requiere asistencia legal para proteger un derecho garantizado por la CADH y su indigencia le impide obtenerla, queda excusada de agotar los recursos internos para someter un caso ante la jurisdicción internacional (Corte IDH 1990: párr. 31).

Finalmente, a través del establecimiento de reparaciones, la Corte IDH ha impuesto a los Estados responsables obligaciones de carácter social, tales como, la reapertura de una escuela y la creación de una fundación para asistir a los beneficiarios (Corte IDH 1993, 2001, 2002 y 2004). En otros casos, la obligación impuesta ha consistido en proporcionar una beca de estudios universitarios a la víctima, prestaciones educativas y el reconocimiento de que a causa de su detención se le impidió su desarrollo personal y profesional ya que fue obligada a interrumpir sus estudios (Corte IDH 1998 y 2001). A su vez, en otro caso se ordenó al Estado desplegar programas de desarrollo en educación primaria, secundaria y diversificada en diversas comunidades indígenas dotándolas de la infraestructura y de personal docente capacitado en enseñanza intercultural y bilingüe (Corte IDH 2004).

III. Conclusión.
No hay duda que la plena efectividad de los derechos económicos, sociales y culturales implica un proceso largo y difícil; no obstante, los órganos del Sistema Interamericano han podido desarrollar una jurisprudencia interesante y rica en relación con la protección de dichos derechos, ya sea por vía directa o indirecta, pues ha razonado que todos los derechos humanos son indivisibles e interdependientes entre sí.

Lógicamente aún falta mucho por hacer para que los órganos de protección desarrollen su máxima potencialidad, por ello, las ONG de derechos humanos deben insistir en la presentación de casos relacionados con los derechos económicos, sociales y culturales y en el aprovechamiento de las herramientas y los espacios ganados hasta el momento en relación con su exigibilidad en todos los ámbitos, tanto interno como internacional, tales como (i) indagar y experimentar las diversas formas de exigibilidad y vigilancia social a favor de la plena realización de todos los derechos humanos (uso de los mecanismos de los sistemas internacionales de protección, demandas ante los tribunales nacionales, activación de los sistemas de denuncia e investigación de las Defensorías del Pueblo, elaboración de planes de seguimiento y monitoreo de políticas públicas, presupuesto nacional, deuda externa, políticas de ajuste, acuerdos comerciales; (ii) aportar en el fortalecimiento de los órganos nacionales e internacionales de vigilancia de los derechos humanos; (iii) monitorear los informes estatales presentados ante el Comité DESC, así como elaborar informes sombras con alto nivel de calidad; (iv) articular y fortalecer redes nacionales e internacionales que permitan acciones conjuntas en pro de la plena realización de los derechos económicos, sociales y culturales en todo el mundo (Vera y Manrique 2002).

En lo que respecta a los órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, hay que aprovechar al máximo las oportunidades que nos brindan en materia de exigibilidad a través de su amplia jurisdicción ratione materiae; la dinámica interacción entre estos órganos y los usuarios del sistema mediante los mecanismos de promoción; sus competencias para emitir medidas de protección urgentes; y su extensa competencia sobre reparaciones y supervisión de sus resoluciones (Melish 2005: 175), tal como lo hemos visto anteriormente con algunos casos puntuales.

Si bien es cierto que gracias a estos espacios y herramientas ha habido un avance importante en el reconocimiento e implementación de los derechos económicos, sociales y culturales, no podemos concebir que la existencia de estos derechos se reduzca a la mera presencia de un deber del Estado que debe orientar sus tareas en el sentido que esa obligación establece, teniendo a los individuos como simples testigos a la expectativa de que cumpla con dicha obligación (García Ramírez 2003: punto 3); todo lo contrario, estos derechos deben y pueden permitir que los individuos sean protagonistas en la transformación de las injustas estructuras sobre las que descansa el modelo actual de sociedad; y por ende, su realización garantiza un adecuado funcionamiento de democracia y del Estado de derecho.

IV. Bibliografía mínima.
Libros y artículos.
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