viernes, 3 de octubre de 2008

Derechos humanos y fenómeno migratorio: Entre el abismo del discurso y los hechos

Joaquín A. Mejía R.
Yolanda González C.
(Publicado en Encuentro. Revista Académica de la Universidad Centroamericana, Año XL, N° 80, UCA Publicaciones, Managua, Nicaragua, septiembre de 2008, pp. 71-82)

1. Introducción.
En las últimas décadas, la migración se ha convertido en una de las manifestaciones más agudas de la crisis social y económica que golpea a diferentes regiones del mundo; en el caso específico de América Latina el aumento de los movimientos migratorios está asociado a la implementación de un modelo económico que ha aumentado la pobreza y ha expandido la marginalidad rural y urbana, condenando a la exclusión social a un alto porcentaje de la población, que directa o indirectamente se ve forzado a buscar opciones de sobrevivencia en otros países, especialmente en los más ricos y desarrollados (PIDHD, 2008; p. 13).

Paradójicamente, mientras estos grupos humanos son expulsados por sus propios gobiernos al privarlos de las condiciones necesarias para vivir dignamente, su aporte en remesas es fundamental para el sostenimiento económico de los países de origen y en consecuencia, para reducir el conflicto social que genera la pobreza; a su vez, a pesar de que su trabajo representa una contribución importante para la economía de los países receptores, que se benefician de la juventud y la fuerza de trabajo de los países emisores, las personas migrantes son una de las poblaciones de mayor vulnerabilidad y víctimas fáciles de violaciones a sus derechos humanos.

Debido a ello, el fenómeno migratorio ha cobrado una trascendencia sin precedentes en la agenda y el debate político de muchos gobiernos y de la comunidad internacional, lo cual ha motivado a que se tomen medidas para garantizar que las personas que se desplazan de un país a otro puedan ejercer sus derechos que les confiere el derecho internacional. Entre tales medidas destaca la adopción en 1990 de la Convención Internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares (en adelante la Convención de 1990) por parte de la Organización de las Naciones Unidas (en adelante la ONU); pese a ello, la mayoría de los trabajadores migrantes siguen corriendo serios riesgos de explotación y abuso porque tienen poco poder para hacer valer sus derechos y porque muchos Estados no respetan las normas de derechos humanos que han prometido a cumplir.

En esta línea, el presente artículo tiene como objetivo mostrar a grandes rasgos cómo el discurso liberador de los derechos humanos, teóricamente dirigido a todas las personas, parece tener efectos prácticos únicamente para los ciudadanos y los migrantes documentados que se encuentran en los países receptores, especialmente en las sociedades ricas y desarrolladas de Europa y América del Norte, mientras los migrantes “sin papeles”, son condenados a un limbo jurídico que aumenta su vulnerabilidad. Paradójicamente, en estas dos regiones del mundo donde nacen los derechos humanos como concepto histórico, su disfrute efectivo se ve condicionado al estatus migratorio y por tanto, la proclamación de que “las personas nacen y permanecen libres e iguales en derechos” queda reducida a un simple mito político y jurídico.

2. El proceso de concreción de los derechos de las personas migrantes.
La historia moderna de los derechos humanos ha estado marcada por varios momentos importantes que, con la adopción de ciertos documentos de gran influencia nacional e internacional, han significado un avance fundamental en la lucha por la dignidad humana. Por su relevancia política y jurídica podemos señalar que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (en adelante la Declaración Francesa) y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (en adelante la Declaración Universal), representan el parte aguas que marca el inicio de una nueva era caracterizada (i) por la adopción generalizada de los principios fundamentales del derecho constitucional moderno en el que los derechos humanos constituyen un elemento esencial de legitimación de todo poder – público y privado -, y (ii) por la aceptación de la internacionalización del reconocimiento, promoción y tutela de tales derechos por encima de las fronteras nacionales que conlleva el consentimiento de que su protección ya no es más un asunto exclusivo de la competencia interna de los Estados, sino de toda la comunidad internacional. En otros términos, estos documentos representan dos de los hitos históricos más trascendentales en el lento y penoso camino de la consagración normativa de los derechos humanos, a los cuales les imprimieron el carácter de universalidad (Rodríguez y Rodríguez, 1991; pp. 198-199).

Como concepto histórico, los derechos humanos han pasado por varias fases de desarrollo que nos ofrecen una visión general del largo proceso recorrido hasta nuestros días y que nos facilitan la detección de las contradicciones y paradojas del discurso de los derechos humanos, sobre todo hoy cuando el fenómeno de las migraciones pone a prueba los valores sobre los que descansa dicho discurso, la libertad, la igualdad y la fraternidad.

En primer lugar, el proceso de positivación supuso la toma de conciencia de la necesidad de dotar a los derechos - que aparecieron en un primer momento histórico como derechos naturales - de un estatuto jurídico que permitiera su aplicación eficaz y la protección real de sus titulares, ya que sin su incorporación al corpus juris constitucional o internacional, quedan relegados al ámbito de los valores y de los ideales morales (Peces-Barba, 1999; pp.156-160); en segundo lugar, el proceso de generalización supuso una profunda transformación para convertir en efectivas las afirmaciones de las primeras declaraciones de que las personas “nacen y permane¬cen libres e iguales en derechos”, ya que en la realidad los derechos eran disfrutados, a principios del siglo XIX, exclusivamen¬te por la burguesía, mientras extensas capas de la población permanecían al margen de sus beneficios. Por ello, si bien es cierto que los derechos humanos nacieron como “expresión ideológica del triunfo de la burguesía” (Díaz, 1981; p. 29), destinados a proteger un grupo específico de la sociedad - el hombre, el blanco y el propietario -, también es innegable que con este proceso de generalización su reconocimiento se ha ido ampliando progresivamente a un número de personas cada vez mayor (Peces-Barba, 1990; pp. 11-12).

En tercer lugar, la adopción de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (en adelante la Carta) y de la Declaración Universal representa la máxima expresión del proceso de internacionalización de los derechos humanos, dado que se da un proceso de humanización y socialización del derecho internacional a través del reconocimiento de la dignidad humana, lo cual propició las condiciones favorables para considerar a las personas sujetos del derecho internacional como portadoras de unos derechos que los Estados deben salvaguardar y que generan un tipo de obligaciones que todos los Estados deben cumplir (Carrillo, 1999; p. 16). Finalmente, se da un proceso de especificación de los derechos humanos que supone el paso de una titularidad genérica y abstracta a una titularidad concreta; es decir, se pasa de los derechos de la persona en abstracto, a los derechos de las personas situadas y concretas, y en situaciones especiales de vulnerabilidad que exigen una mayor protección, como ser, los derechos del niño, de la mujer, del consumidor, de los pueblos indígenas, de los trabajadores, del migrante, etc. (Bobbio, 1991; p. 15).

Es en el marco de los procesos de generalización y especificación que se sitúan los esfuerzos por garantizar el respeto de los derechos humanos de las personas migrantes, comenzando con la celebración de la Primera Conferencia Mundial para Combatir el Racismo y la Discriminación Racial, celebrada en Ginebra en 1978, en la que se recomienda la elaboración de una convención especial sobre los derechos de los trabajadores migratorios; posteriormente, la Asamblea General de la ONU formuló una recomendación destinada a tomar todas las “medidas para mejorar la situación y garantizar el respeto de los derechos humanos y la dignidad de todos los trabajadores migratorios” (Resolución 33/163). Fue así como en diciembre de 1979, se decidió crear un grupo de trabajo abierto para que elaborara dicha Convención, proceso que duró 10 años (1980-1990) y que culminó con la aprobación y apertura a firma, ratificación y adhesión de la Convención del 90, la cual constituye un paso concreto para la protección de los derechos de los trabajadores migratorios al establecer un modelo moral y jurídico a seguir por los Estados del mundo.

En términos generales podemos señalar que el objetivo principal de esta Convención es que los trabajadores migratorios tengan garantizado el goce y ejercicio de todos sus derechos, independientemente de su estatus migratorio, durante todo el proceso de migración que comprende (i) la preparación para la migración, (ii) la partida, (iii) el tránsito (iv) y todo el período de estancia y de ejercicio de una actividad remunerada en el Estado de empleo, así como el regreso al Estado de origen o al Estado de residencia habitual. Está estructurada de una manera práctica que permite identificar primero un Preámbulo en que los Estados (i) ratifican los principios universalmente aceptados sobre la protección de los derechos humanos; (ii) reconocen los altos niveles de vulnerabilidad en que viven los trabajadores migratorios y sus familiares, lo cual involucra a millones de personas y afecta a gran número de países en el mundo; y (iii) reconocen que la condición irregular o regular de un trabajador migratorio no significa que sus derechos pueden ser violados.

El contenido de la Convención se encuentra diseminado a lo largo de 9 partes, en las que se distribuyen los 93 artículos con que cuenta. En la primera parte se establecen los alcances y definiciones de la misma, y señala que se aplica “a todos los trabajadores migratorios y a sus familiares sin distinción alguna por motivos de sexo, raza, color, idioma, religión o convicción, opinión política o de otra índole, origen nacional, étnico o social, nacionalidad, edad, situación económica, patrimonio, estado civil, nacimiento o cualquier otra condición” y durante todo el proceso de migración “que comprende la preparación para la migración, la partida, el tránsito y todo el período de estancia y de ejercicio de una actividad remunerada en el Estado de empleo, así como el regreso al Estado de origen o al Estado de residencia habitual” (art. 1.1).

En la segunda parte se establece la obligación de los Estados de “respetar y asegurar a todos los trabajadores migratorios y sus familiares que se hallen dentro de su territorio o sometidos a su jurisdicción los derechos previstos en la presente Convención, sin distinción alguna por motivos de sexo, raza, color, idioma, religión o convicción, opinión política o de otra índole, origen nacional, étnico o social, nacionalidad, edad, situación económica, patrimonio, estado civil, nacimiento o cualquier otra condición” (art. 7). En la tercera, reconoce los derechos de los trabajadores migratorios, tanto aquellos que se encuentran en una situación regular como los que se hallan en situación irregular, reafirmando de este modo el principio sobre el cual, toda persona, sea nacional o extranjera, que se encuentra bajo la jurisdicción de cualquier Estado, tiene el derecho a que éste le garantice el goce y ejercicio de todos los derechos humanos reconocidos en los instrumentos internacionales ratificados por dicho Estado. Es importante resaltar que la Convención de 1990 reconoce los derechos de las personas indistintamente de su estatus migratorio (arts. 8-35).

En su cuarta parte, reconoce otros derechos a los trabajadores documentados y sus familiares (arts. 36-56); y en los restantes apartados establece la necesidad de favorecer la migración regular, la adopción de medidas para promover condiciones satisfactorias, equitativas y dignas para los migrantes y la adopción de medidas contra el ingreso irregular y la imposición de sanciones a las personas, grupos o entidades que se aprovechen de la vulnerabilidad de los migrantes para promover la migración irregular.

También hay que destacar que la Convención de 1990, reconoce que los migrantes deben gozar de un trato que no sea menos favorable que el que reciben los nacionales del Estado de empleo en lo relacionado con el salario, la seguridad social, atención médica para preservar su vida y para evitar daños irreparables a su salud, los derechos a la libertad de movimiento, a la formación de asociaciones y sindicatos y a participar en los asuntos públicos, el respeto a su identidad cultural y los vínculos culturales con sus países de origen, así como el facilitar la reunión de los trabajadores migratorios documentados con sus cónyuges o con aquellas personas que mantengan con el trabajador una relación que produzca efectos equivalentes al matrimonio. Asimismo, el derecho a que todos los hijos de los trabajadores migratorios gocen del acceso a la educación en condiciones de igualdad de trato con los nacionales del Estado de empleo. Por otro lado, también contiene una serie de disposiciones específicas referentes a la igualdad de trato de los migrantes regulares o documentados en relación con el acceso a la educación, la formación profesional, los servicios sanitarios, la vivienda y los derechos culturales.

Sin duda, esta Convención representa un avance importante en el reconocimiento normativo de los derechos humanos de todos los migrantes, independientemente de su estatus migratorio, y se constituye, junto con la Declaración Universal y otros tratados internacionales, en un instrumento fundamental e indispensable para atacar de raíz las causas que provocan la migración forzada y que condenan a la ilegalidad a millones de personas, cuya dignidad es vulnerada por países democráticos que promueven un discurso de respeto por los derechos humanos pero que lo contradicen en la práctica mediante sus políticas migratorias restrictivas y de criminalización. Por tal razón, no es extraño constatar que hasta la fecha, de los 37 países que han ratificado la Convención de 1990, ninguno pertenece al mundo enriquecido y desarrollado, pese a que la mayoría de trabajadores migratorios (100 de un total de 175 millones) viven en Europa, Estados Unidos y Canadá. Tampoco la han ratificado otros países que reciben grandes cantidades de migrantes como India, Japón, Australia y los Estados del Golfo; solamente lo han hecho países que expulsan decenas de miles de migrantes cada año tales como México, Marruecos, Lesotho, Honduras, Guatemala, Filipinas, El Salvador, Nicaragua, entre otros.

A pesar de esta falta de ratificación por parte de los países desarrollados, para los países centroamericanos el hecho de que la Convención de 1990 haya sido ratificada por México y Guatemala implica que tenemos entre manos una herramienta fundamental para exigir que estos países, por donde obligatoriamente pasan miles de migrantes con destino a Estados Unidos, prevengan, respeten y promuevan sus derechos humanos e investiguen y sancionen a los responsables de las violaciones de los mismos, ya sean particulares o funcionarios públicos, so pena de incurrir en responsabilidad internacional. De cualquier forma, no se puede ignorar que el bajo número de ratificaciones genera un impacto limitado de esta Convención, ya que la mayoría de Estados ven con recelo el hecho que el reconocimiento de los derechos de los migrantes indocumentados implicaría la adopción de medidas legislativas y de otra índole para revertir y cambiar las políticas restrictivas que criminalizan la migración y que convierten sus fronteras en verdaderas fortalezas, con su consecuente mantenimiento del statu quo entre la opulencia del Norte y la miseria del Sur.

Como consecuencia, y aún a pesar de la vigencia de otros instrumentos internacionales de protección a los derechos humanos como la propia Declaración Universal y los Pactos de 1996 - el de derechos civiles y políticos, y el de derechos económicos, sociales y culturales -, la violencia contra la población migrante continúa y se perpetúa bajo el amparo de la impunidad y la vulnerabilidad que ofrece la migración irregular, en la que millones de personas arriesgan sus vidas huyendo de la miseria, y que contrariamente son vistos como “intrusos”, “usurpadores”, “ilegales”, en vez de víctimas de un sistema que se alimenta de “carne humana exportada por los filántropos del Fondo Monetario y del Banco Mundial”, en palabras de Eduardo Galeano.

3. Las verdades del discurso y las prácticas de los enunciadores.
Anteriormente señalamos que ni los países europeos ni Estados Unidos han ratificado la Convención de 1990; paradójicamente, en estas regiones del mundo nacen los derechos humanos mediante la elaboración de las distintas declaraciones adoptadas en los siglos XVI y XVII, cuyos valores de libertad, igualdad y dignidad humana han fundamentado una concepción del ser humano igual en derechos y “libre del temor y la miseria”, la cual se ha generalizado y ha sido aceptada como un fin que deben perseguir los Estados que se precien democráticos y civilizados.

No obstante, más de 200 años después de la adopción de la Declaración Francesa, sus valores han quedado reducidos, para millones de personas en el mundo, a una “libertad contra la igualdad y contra la solidaridad” (González, 2002; p. 2) y las “grandes promesas de la modernidad permanecen incumplidas” o su cumplimiento ha redundado en efectos perversos”, los cuales se sienten con mayor intensidad en la periferia de los países desarrollados. En el mismo sentido, ahora que estamos a punto de conmemorar el 60º aniversario de la adopción de la Declaración Universal, el ejercicio de los derechos en ella contenidos sigue siendo un concepto vacío y una utopía lejos de alcanzar en muchas partes del mundo, y su universalidad se quiebra cada vez que se pretende que se reconozcan esos derechos a los migrantes, a “los no ciudadanos”, con lo que se constata que la ciudadanía se constituye en la actualidad en el último privilegio de estatus, el último factor de exclusión y discriminación, el último residuo pre-moderno de la desigualdad personal en contraposición a la proclamada universalidad e igualdad de los derechos humanos (Ferrajoli, 1999; p. 117).

Por ello, ahora que el fenómeno de la migración pone a prueba los valores de libertad e igualdad que acompañan los discursos de las sociedades desarrolladas y democráticas, el criterio de la ciudadanía parece fortalecerse cada vez más, sobre todo en las regiones y países más ricos, lo cual está generando una nueva clase de sujetos que viven bajo la sombra de la ilegalidad como producto de la migración indocumentada y su tratamiento. En este sentido, sólo basta constatar la forma en que es manejada la migración por parte de los Estados desarrollados para darnos cuenta que su discurso universal de los derechos humanos contrasta con sus prácticas institucionales. Por un lado “se afirma de forma reiterada la defensa de los derechos humanos y al mismo tiempo se construye un modelo de injusticia estructural global. Este es un paradigma esquizofrénico (o cínico) que insiste de forma exhaustiva en la defensa formal de los derechos humanos y produce estructuras e instituciones de negación real de los mismos” (Bartolomé, 2006; pp. 37-38).

Así mismo, también existe un discurso interno que moldea diariamente la opinión pública de los países ricos, consistente en un discurso alarmista y paranoico, frente al peligro, la amenaza, la invasión y la avalancha que constituyen las personas migrantes. Y en ese sentido, el migrante se convierte en la encarnación del nuevo enemigo culpable de todas las crisis, por lo cual su tratamiento debe estar a la altura de otros graves problemas de la humanidad como el narcotráfico y el terrorismo. En el caso europeo, sólo es cuestión de leer los textos oficiales de la Unión Europea, y de la mayoría de sus Estados miembros para comprobarlo: “la lucha contra la ‘inmigración clandestina, la droga, la criminalidad y el terrorismo’ es una fórmula hoy común en el lenguaje para comparar así la inmigración y formas de delincuencia. Como es moneda corriente la asimilación de la inmigración con la inseguridad, la violencia de los barrios periféricos, el miedo a los vecinos en los barrios pobres” (Naïr, 2006; pp. 13-14).

En ese orden de ideas, la Unión Europea y Estados Unidos manejan un discurso de adhesión a unos valores fundamentales concretados en los derechos humanos, pero ante los retos actuales que plantea la migración parecen dispuestos a negarlos en la práctica. Además de los ya conocidos “Corralones” en Estados Unidos, también conviene echar un vistazo a los nuevos “campos de concentración” en que se han convertido los llamados “campos de internamiento ilegales para extranjeros” que forma parte “de una auténtica política europea de seguridad en materia de inmigración que subcontrata el control y la represión de ésta a los países situados fuera de las fronteras de Europa, a los que, en general, el respeto de los derechos humanos no les quita el sueño”. Desafortunadamente, este tipo de situación se ha generalizado a tal punto que no es una simple excepción, sino que es parte de una institucionalización como herramienta de gestión de los flujos migratorios en Europa. Por tanto, la política migratoria promovida por las autoridades europeas descansa esencialmente en la contradictoria idea de que la inmigración es a la vez una necesidad debido a las exigencias del mercado laboral y una amenaza debido a que la presión migratoria es muy importante y el desempleo cada vez mayor en Europa. De esta forma, se esclarece que los países desarrollados mantienen una concepción utilitarista de la inmigración, esencialmente determinada por las necesidades del mercado laboral europeo o estadounidense; por tanto, la migración que se constituye en la única forma de sobrevivencia para millones de personas en el mundo, es concebida por los Estados receptores como una simple mercancía.

Con este escenario, se puede concluir que en la actualidad existen tres categorías de personas que viven en los países ricos y desarrollados, especialmente en Europa: (i) los nacionales que disponen de todos sus derechos; (ii) los ciudadanos europeos que disponen tendencialmente de derechos equivalentes; y, (iii) aquellos a los que se les aplica el derecho de los extranjeros, los migrantes, que generalmente llevan mucho tiempo instalados en ese continente (Naïr, 2006; pp. 201-202). Pero también es necesario resaltar que dentro de la tercera categoría se pueden identificar dos sub-categorías: (a) el migrante documentado, al que se le reconocen derechos más o menos razonables, pero de muy complicado acceso; y (b) el migrante indocumentado o el mal llamado “ilegal”, al que se culpabiliza y criminaliza por su situación de ilegalidad y de vulnerabilidad, impidiéndole además salir de ella (Lucas, 2004, p. 83). Finalmente, dentro de esta última sub-categoría se encuentran (a.i) aquellos migrantes que viven y trabajan de forma clandestina en los países receptores; y (c.ii) aquellos que se encuentran detenidos en los mencionados campos de internamiento.

En consecuencia, de cara a la titularidad y al ejercicio de los derechos humanos, se puede sostener que estas dos últimas clases de sujetos se encuentran dentro del estatus de “los socialmente insignificantes”, “de los nadie”, lo cual plantea serios desafíos para la democracia y el Estado de derecho, ya que indudablemente todas estas divisiones son injustas, no igualitarias y generadoras de todo tipo de conflictos, al vulnerar el principio de igualdad en tanto que existe una distinción en derechos entre inmigrantes, y entre inmigrantes y ciudadanos, y el principio de control popular, en tanto que existe una población inmigrante que se ve afectada directamente por las decisiones políticas sobre las cuales no tiene los mecanismos para controlarlas (Zapata, 2004; pp. 208-210).

4. Conclusiones.
No hay duda que este divorcio entre el discurso y los hechos responde a la necesidad del actual sistema económico de convertir a la migración en un vector fundamental de la ley de la oferta y la demanda, gestionada por y para el mercado. Y en esta gestión, tanto los Estados de origen y de destino, así como las fuerzas del mercado, conviven en perfecta armonía y complicidad (Naïr, 2006; p. 200). Ciertamente la crudeza de la realidad descrita puede generar un pesimismo que implique una actitud conformista frente ella, sin embargo, es necesario denunciar esta concepción restringida de los derechos que contradice las propias cartas constitucionales que adscriben algunos de ellos a todas las personas, y también a los tratados internacionales que los garantizan en general sin imponer ningún tipo de criterio, pues de esta forma se devela la ilegitimidad de la desigualdad y de las fronteras y, con ello, se da el primer paso necesario para una profunda movilización democrática, es decir, la concientización de los diferentes sectores de la sociedad (Pisarello y Suriano, 1998; p. 192).

Evidentemente, de la noche a la mañana no se pueden detener los flujos migratorios ni acabar con las causas que los provocan, sin embargo, lo que sí es posible hacer ya es (i) lograr que todo tratamiento al fenómeno de la migración se realice con estricto apego al respeto de los derechos humanos, pues aunque los Estados tienen el derecho soberano de decidir quién puede entrar y permanecer en su territorio y en qué condiciones, ello no es justificación para promover acciones y políticas racistas y xenófobas; y (ii) garantizar la solución de los problemas de pobreza y desarrollo de los países expulsores de migrantes, lo cual implica tomar en serio la necesidad de cambiar el actual modelo de relaciones internacionales desiguales, de la ayuda al desarrollo que muchas veces es sustituida por la concesión de préstamos en condiciones severas, de reconocer la ilegitimidad e ilegalidad de la deuda externa, de cambiar el intercambio comercial perfectamente diseñado para garantizar a las grandes empresas y a los países más ricos actuar con total libertad y sin ningún tipo de obstáculo ético o jurídico en relación con los derechos humanos, condenando a los países más pobres a la continua dependencia y subdesarrollo; y en conclusión, ampliar el concepto de libertad, lo que supondría que los hombres y mujeres de todas partes del mundo puedan verse “libres de la miseria, de manera que se levanten para ellas las sentencias de muerte que imponen la pobreza extrema y las enfermedades infecciosas” (Annan, 2005; pp. 5-6).

Es de destacar que lo anteriormente expuesto no es un asunto que solamente pertenece al mundo de los deberes morales, sino que también constituye una obligación jurídica de los Estados desarrollados, ya que en el caso de los países miembros de la Unión Europea, y en menor medida Estados Unidos, todos ellos han adoptado la mayoría de normas consuetudinarias y convencionales internacionales cuyas disposiciones, especialmente las de los tratados de derechos humanos, son de obligatoria observancia, y cuya transgresión genera la responsabilidad internacional de los Estados que las incumplen.

Sin embargo, hay que tener presente que estos instrumentos internacionales deben verse como uno de los varios mecanismos para luchar por la dignificación de la migración, y a la par de esta lucha jurídica, también es necesaria la lucha política, ya que sólo a través de la batalla por los derechos humanos y su constante ejercicio y defensa tenaz frente a todo obstáculo posible, amenaza o violación, se puede garantizar su posesión efectiva y la consiguiente valorización de la persona, independientemente de su condición migratoria. En ese sentido, es claro que los derechos humanos no caen nunca del cielo, ni tampoco son algo dado y construido de una vez por todas con la revolución francesa de 1789 o con la adopción de la Declaración Universal de 1948, sino que se trata de procesos llenos de dinámicas y de luchas históricas como resultado de la resistencia de individuos y colectivos contra las diversas formas violentas de manifestación del poder (Herrera, 2005; p. 219).

La historia ya nos ha demostrado en repetidas ocasiones que dentro de estas manifestaciones violentas del poder van surgiendo grietas que han permitido la construcción de espacios fundados en los derechos humanos como agentes de emancipación y cambio. De esta forma, la burguesía del siglo XVIII resistió y rompió el sistema de relaciones mantenido por el Ancien Régime, logrando el reconocimiento de los derechos del hombre y del ciudadano, que desafortunadamente se restringió al hombre, al blanco y al propietario; sin embargo, los sectores marginados de las ventajas de ese proceso emancipatorio impulsaron con sus luchas, nuevas grietas que permitieron desbordar los límites de las fronteras burguesas y universalizar el disfrute de esos derechos a sectores cada vez más amplios de la sociedad.

Por consiguiente, la superación de los distintos criterios de inclusión/exclusión, incluida la ciudadanía, es una cuestión urgente que sólo podrá realizarse concibiendo los derechos humanos como procesos de lucha que transformen profundamente las estructuras económicas, sociales, políticas y jurídicas del antidemocrático modelo de la sociedad globalizada; ello implica cuestionar y replantear el argumento de que las personas, debido a su condición migratoria, no se pueden beneficiar de los valores democráticos y del ejercicio pleno de los derechos que les corresponden como seres humanos, ya que si se mantiene el abismo existente entre el proclamado universalismo de los derechos humanos y la práctica cotidiana que niega el disfrute de los mismos a la gran mayoría del género humano que contingentemente nació en la periferia del mundo desarrollado, será insostenible mantener la credibilidad de un modelo de sociedad democrática y de Estado de derecho, cuya característica fundamental es el respeto de todos los derechos humanos a todos.

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jueves, 2 de octubre de 2008

Breves reflexiones sobre los derechos económicos, sociales y culturales en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos

Joaquín A. Mejía R.
(Publicado en Revista Justicia, Asociación de Jueces por la Democracia, Año 4, N° 9, Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, abril de 2008, pp. 27-44)

Sumario
I. Consideraciones previas. II. Vías de exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales. A. Estrategias de exigibilidad directa. B. Estrategias de exigibilidad indirecta. III. Conclusión. IV. Bibliografía mínima.

I. Consideraciones previas.
América Latina sigue siendo la región con mayor desigualdad en el mundo y las reformas estructurales de la economía que se han implementado en los últimos años han influido significativamente en el aumento de la brecha entre una minoría acaudalada y una mayoría que carece de los bienes más básicos para vivir dignamente (Amnistía Internacional 2005: 9; PNUD 2005: 60). Ante este panorama, el tema de los derechos económicos, sociales y culturales adquiere mayor relevancia en el continente americano, ya que al tener como objetivo el «hacer menos grande la desigualdad entre quien tiene y quien no tiene» (Bobbio 1995: 151), su plena efectividad y ejercicio potenciaría las capacidades de las personas, lo que les permitiría acceder a los recursos necesarios para disfrutar de un nivel de vida digno y participar activamente en las decisiones políticas transcendentales, y de esta forma contribuir al fortalecimiento de la democracia, que junto a los derechos humanos y el Estado de derecho, «constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros» (Corte IDH: párr.. 26).

Por ello, es indudable que la realización de los derechos económicos, sociales y culturales es una condición necesaria para el pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos, pues en virtud de su carácter indivisible, proclamado y reafirmado en la Conferencia Mundial de Viena de 1993, la violación de unos comporta la violación de otros, ya que todos los derechos humanos forman un conjunto unitario e indisoluble «al servicio de la autodeterminación individual; cualquier pieza del entramado es necesaria para dicha autodeterminación, y sólo el conjunto es suficiente» (García Manrique 2000: 390), pues al complementarse componen el «estatuto básico» del ser humano (García Ramírez 2003: punto 3). En ese sentido, es claro que el ejercicio de los derechos civiles y políticos se vería limitado y en ocasiones anulado a causa del analfabetismo, el hambre, la enfermedad, la discriminación y la pobreza (PNUD 2005: 20-21).

De esta forma lo entendieron los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 al establecer la pretensión de «liberar al ser humano del temor y la miseria», para lo cual incluyeron en dicho instrumento tanto derechos civiles y políticos (arts. 3-21) como derechos económicos, sociales y culturales (arts. 22-27) sin realizar ninguna distinción ni estableciendo algún tipo de jerarquía entre ellos. De la misma forma actuaron los redactores de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948 que incluyeron todos los derechos humanos, valorados como un cuerpo único y comprendiendo que su esencia es la misma: la dignidad humana (Texier 2004: 13).

Sin embargo, como es bien sabido, estas declaraciones sólo cuentan con una fuerza política persuasiva al representar el consenso y la aceptación de la comunidad internacional, pero no poseen los atributos jurídicos de las normas convencionales para asegurar su cumplimiento (Corte IDH 1989: párr.. 45-46). Por ello, en 1951 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió elaborar un instrumento jurídicamente vinculante para la protección de los derechos consagrados en la Declaración Universal. A pesar de que la intención inicial era recoger en un solo tratado todos los derechos, el enfrentamiento entre el bloque capitalista y el bloque soviético hizo que en 1951 la Asamblea General decidiera elaborar dos pactos internacionales de derechos humanos con algunas diferencias sustanciales entre ellos (Cançado 2001: 94).

Así, a pesar de que tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en adelante el PIDCP) como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante el PIDESC) cuentan con un preámbulo y un artículo 1 comunes, el PIDESC contiene mecanismos más débiles de protección de los derechos en él contenidos. Paradójicamente, el preámbulo común de ambos pactos reconoce la interdependencia e interrelación de todos los derechos consagrados al establecer que «no puede realizarse el ideal del ser humano libre […] a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos civiles y políticos, tanto como de sus derechos económicos, sociales y culturales».

Desafortunadamente, mientras que las obligaciones resultantes del PIDCP son de carácter inmediato (artículo 2), las obligaciones emanadas del PIDESC son de carácter gradual y progresivo (artículo 2); a su vez, mientras el PIDCP crea un Comité de Derechos Humanos para supervisar los tres mecanismos de control establecidos en él (artículo 28), a saber, (i) informes periódicos; (ii) comunicaciones interestatales; y (iii) comunicaciones individuales; el PIDESC no establece la creación de ningún comité, solamente la presentación de informes estatales como mecanismo de supervisión (artículo 16).

En el continente americano se dio un debate similar durante los trabajos preparatorios de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante la CADH). En 1959 el Consejo Interamericano de Jurisconsultos, y en 1965 Chile y Uruguay, presentaron varias propuestas que incorporaban los derechos económicos, sociales y culturales en el proyecto de la CADH. Sin embargo, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos siguió la solución de mayor influencia en la época, tanto en Naciones Unidas como en el sistema europeo, con la diferencia de que la CADH se limitó a remitir en su artículo 26 a las normas económicas, sociales y culturales contenidas en los artículos 29-50 de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) (Cançado 2001: 96).

Posteriormente, el 17 de noviembre de 1988 se aprueba el Protocolo Adicional a la CADH (en adelante Protocolo de San Salvador) referente a los derechos económicos, sociales y culturales, sin embargo, además de que hasta la fecha sólo ha sido ratificado por 14 Estados, el mismo únicamente reconoce la posibilidad de presentar peticiones individuales por la violación de dos derechos, libertad sindical (artículo 8.a) y derecho a la educación (artículo 13). Por tanto, el resto de derechos quedan desprotegidos del procedimiento judicial y tan sólo son objeto de control a través de los informes que los Estados están obligados a presentar a la Asamblea General de la OEA (artículo 19.1).

Sobre la base de estas premisas cabe preguntarse, ¿por qué si todos los derechos son necesarios para realizar el ideal del ser humano libre, los derechos económicos, sociales y culturales son considerados derechos de segunda clase, negándoles su valor jurídico o caracterizándolos como «meras declaraciones de buenas intenciones, de compromiso político y, en el peor de los casos, de engaño o fraude tranquilizador»?, (Abramovich y Courtis 2004: 19) ¿por qué su protección normativa no es tan amplia y garantista como la de los derechos civiles y políticos?, ¿por qué los órganos internacionales reconocen que todos los derechos humanos son indivisibles, interdependientes y sin jerarquía entre ellos, pero su práctica contradice tal afirmación?, ¿por qué los instrumentos internacionales limitan su ejercicio a la disponibilidad de recursos?

Si bien es cierto, algunas de estas preguntas encuentran su respuesta en la voluntad soberana de los Estados para determinar el tipo de instrumento al que desean prestar su consentimiento, detrás de ello también se pueden encontrar cuestiones históricas, ideológicas y políticas que condicionan dicho consentimiento con la consecuente redacción de instrumentos con mecanismos de protección más débiles.

A pesar de ello, tanto en el ámbito universal como en el americano, los órganos de control de los tratados relativos a los derechos humanos en general, y a los derechos económicos, sociales y culturales en especial, han reconocido el carácter fundamental de estos últimos y a través de su actividad jurisprudencial han abierto caminos para lograr una mejor protección, ya que, si bien durante los primeros años de funcionamiento sus actividades estuvieron enfocadas en la protección de los derechos civiles y políticos debido a la inestable situación política en muchas partes del mundo, a mediados de los años ochenta hubo algunos desarrollos positivos como la creación del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante el Comité DESC) de Naciones Unidas, y la adopción del Protocolo de San Salvador en América; por otro lado, el trabajo jurídico y político de algunas ONG nacionales e internacionales ha coadyuvado a que los órganos de control pusieran mayor atención a los derechos económicos, sociales y culturales. No obstante lo anterior, se debe reconocer que a pesar de los avances alcanzados, el pleno respeto de tales derechos aún es una asignatura pendiente, por lo que es fundamental examinar las formas directas e indirectas a través de las cuales los órganos de protección han establecido importantes precedentes de aplicación normativa en la materia, y que deben servir de base para el trabajo de personas, comunidades y organizaciones en su lucha por el respeto de todos los derechos humanos.

II. Vías de exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
No se puede ignorar que la implementación de los derechos económicos, sociales y culturales enfrenta serios obstáculos, pero superarlos es una cuestión que concierne a la democracia. En ese sentido es cuestionable hablar de un auténtico Estado de derecho si no hay una efectiva realización de todos los derechos humanos (Díaz 1981: 41-42), pues en virtud de su carácter indivisible (Squires, Langfor y Brett 2005: 23) es insostenible la creencia en la superioridad de unos sobre otros, ya que la dignidad de una persona no puede dividirse en dos fracciones como si se tratase de «dos mundos» (Prieto 1998: 116) distintos: el de los derechos civiles y políticos, y el de los derechos económicos, sociales y culturales.

Por ello, se han desarrollado algunas estrategias de exigibilidad que han permitido un nivel de protección y reparación de las violaciones a estos derechos. En ese sentido, tanto la Comisión como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han podido proteger una serie de derechos económicos, sociales y culturales a través del seguimiento de su situación a la luz de los artículos 26 (desarrollo progresivo), 1.1 (respeto y garantía), 2 (adopción de medidas necesarias para su efectividad), 8 y 25 (garantías y protección judicial), 19 (medidas de protección a la niñez), 16 (libertad de asociación) y 24 (igualdad ante la ley) de la CADH. A su vez, el Protocolo de San Salvador, además de brindar una protección jurisdiccional a algunos aspectos de los derechos sindicales y al derecho a la educación, «provee una guía normativa para definir el alcance de otros derechos económicos, sociales y culturales, entre otros, los artículos 7 (condiciones justas, equitativas y satisfactorias de trabajo), 9 (derecho a la seguridad social) y 11 (derecho a un medio ambiente sano)» (CEJIL 2000: 1).

A grandes rasgos, y sólo mencionando unos cuantos ejemplos jurisprudenciales, se pueden señalar las estrategias de exigibilidad directa y las estrategias de exigibilidad indirecta.

A. Estrategias de exigibilidad directa.
A través de este tipo de estrategias, se somete a conocimiento directo de un órgano judicial la situación de un derecho económico, social o cultural cuando la conducta exigible del Estado en materia de ese derecho resulta claramente determinable y contrario a las normas internacionales; en este sentido, se puede sostener que no existe ningún impedimento teórico para considerar que estos derechos son directamente exigibles por vía judicial, ya sea a partir de un reclamo individual o mediante un reclamo colectivo (Abramovich y Courtis 2004: 132-133). Tal es el caso de los derechos a la libertad sindical y a la educación, establecidos en el Protocolo de San Salvador, que en caso de violación pueden ser objeto del sistema de peticiones individuales regulado por los artículos 44 a 51 y 61 a 69 de la CADH.

En relación con la CADH, su artículo 26 establece que los Estados Partes tienen la obligación de adoptar medidas de distintos tipos para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos derivados de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la OEA, en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados. De esta norma podemos destacar, en primer lugar, que los Estados se comprometen a adoptar medidas para lograr progresivamente la efectividad de los derechos; y en segundo lugar, que la progresividad implica un mandato de gradualidad y de no reversibilidad en la actuación estatal; es decir, que los Estados deben mejorar las condiciones de goce y ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales y evitar su empeoramiento. En ese orden de ideas, el Comité DESC de Naciones Unidas ha señalado que además de dicha progresividad, existen obligaciones con carácter inmediato que deben ser respetadas y cumplidas por los Estados, tales como (i) la de garantizar que los derechos se ejerzan sin discriminación y (ii) la de adoptar medidas concretas y orientadas lo más claro posible hacia el cumplimiento de las obligaciones (CDESC 2001: párr. 1-2).

Siguiendo la línea anterior, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante la CIDH) ha señalado que «si bien el artículo 26 no enumera medidas específicas de ejecución, dejando que el Estado determine las medidas administrativas, sociales, legislativas o de otro tipo que resulten más apropiadas, expresa la obligación jurídica por parte del Estado de encarar dicho proceso de determinación y de adoptar medidas progresivas en ese campo. El principio del desarrollo progresivo establece que tales medidas se adopten de manera que constante y consistentemente promuevan la plena efectividad de esos derechos» (CIDH 1999: cap. III, párr.. 4).

A su vez, en su informe sobre Perú, la CIDH señaló que «el carácter progresivo con que la mayoría de los instrumentos internacionales caracteriza las obligaciones estatales relacionadas con los derechos económicos, sociales y culturales implica para los Estados, con efectos inmediatos, la obligación general de procurar constantemente la realización de los derechos consagrados sin retrocesos. Luego, los retrocesos en materia de derechos económicos, sociales y culturales pueden configurar una violación, entre otras disposiciones, a lo dispuesto en el artículo 26 de la Convención Americana» (CIDH 2000: cap. IV, párr. 11).

Por otro lado, debido a un plan de desarrollo promovido por el Estado de Brasil para explotar los recursos de la región amazónica, para lo cual se construyó una carretera que cruzaba el territorio de los indios Yanomami, permitiendo de esta forma la penetración masiva de extranjeros al territorio indígena con graves consecuencias sobre el bienestar de la comunidad, la CIDH consideró que el Estado era responsable por la violación del derecho a la vida, la libertad, la seguridad, el derecho de residencia y tránsito, y el derecho a la preservación de la salud y el bienestar de los indios Yanomami (CIDH 1984-1985).

Finalmente, en otro caso relativo a las condiciones indignas en que se encontraban los adolescentes encarcelados, la CIDH declaró admisible la petición individual que alegaba la violación del artículo 19 de la CADH relativo a los derechos del niño, y del artículo 13 del Protocolo de San Salvador sobre el derecho a la educación, en perjuicio de los adolescentes acusados de cometer infracciones penales en custodia en las instituciones penales del Estado de Sao Paulo (CIDH 2002: párr. 1, 4, 21 y 44).

Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante la Corte IDH) interpretó el artículo 26 no como una simple formulación de objetivos programáticos sino como una serie de obligaciones concretas que los Estados deben cumplir desde el mismo momento en que ratifican la CADH. Sin embargo, la Corte IDH supeditó el conocimiento de un caso bajo este artículo sólo cuando la afectación de un grupo sea representativa de una situación general, siendo tal posición un tanto ambigua y sin dar «pautas suficientes para delimitar el ámbito de aplicación de la norma» (Abramovich y Rossi 2004: 468). A su vez, en el caso Baena Ricardo y otros contra Panamá, en el que el Estado despidió masivamente a cientos de trabajadores del sector público que habían participado en una serie de protestas contra el gobierno y les aplicó retroactivamente una ley que los sometía al fuero administrativo, privándolos en consecuencia de la vía laboral para efectuar las impugnaciones pertinentes, la Corte IDH consideró que Panamá era responsable de violar el principio de legalidad y retroactividad, las garantías judiciales y protección judicial y la libertad de asociación con fines sindicales (Corte IDH 2001: párr. 157, 159 y 162).

Finalmente, en el caso de la Comunidad Mayagna Awas Tigni, la Corte IDH estableció que el artículo 21 de la CADH protege el derecho a la propiedad en un sentido que comprende, entre otros, los derechos de los miembros de las comunidades indígenas en el marco de la propiedad comunitaria. En ese orden de ideas señaló que «entre los indígenas existe una tradición comunitaria sobre una forma comunal de la propiedad colectiva de la tierra, en el sentido de que la pertenencia de ésta no se centra en un individuo sino en el grupo y su comunidad. Los indígenas por el hecho de su propia existencia tienen derecho a vivir libremente en sus propios territorios; la estrecha relación que los indígenas mantienen con la tierra debe de ser reconocida y comprendida como la base fundamental de sus culturas, su vida espiritual, su integridad y su supervivencia económica. Para las comunidades indígenas la relación con la tierra no es meramente una cuestión de posesión y producción sino un elemento material y espiritual del que deben gozar plenamente, inclusive para preservar su legado cultural y transmitirlo a las generaciones futuras» (Corte IDH 2001, párr. 149).

B. Estrategias de exigibilidad indirecta.
A través de estas estrategias, la tutela de un derecho económico, social o cultural se logra a partir de la invocación de un derecho civil o político. Con esta fórmula lo que se pretende es «aprovechar las posibilidades de justiciabilidad y los mecanismos de tutela que brindan otros derechos, de modo de permitir, por esa vía, el amparo del derecho social en cuestión» (Abramovich y Courtis 2004: 168).

En el caso N° 12,249 contra El Salvador, la CIDH determinó que aunque no era competente ratione materiae para señalar violaciones al artículo 10 del Protocolo de San Salvador de forma autónoma, sí podía utilizar dicho instrumento para interpretar otras disposiciones aplicables a la luz de lo previsto en los artículos 26 y 29 de la CADH (CIDH 2001: párr. 1, 2, 24, 35 y 47). En su informe sobre el caso Milton García Fajardo y otros, la CIDH consideró que si bien los derechos económicos de los trabajadores de aduanas entraban en el marco de la protección del artículo 26 de la CADH, las violaciones de sus derechos al respeto de la legalidad y retroactividad, así como a las garantías judiciales, eran las que producían los prejuicios económicos de las víctimas y postergaban sus derechos económicos, sociales y culturales (CIDH 2001: párr. 95).

Del mismo modo, la CIDH declaró admisible una petición por violación a los artículos 4, 8, 16, 25 y 1.1 de la CADH en perjuicio de un grupo de personas que durante los años 80 fueron obligados a prestar servicio en la Patrulla Civil sin obtener ningún salario (CIDH 2002: párr. 13 y 69). Por otra parte, en el caso de Víctor Rosario Congo quien fue objeto de detención preventiva sin que se le brindara la atención médica que requería, la CIDH consideró, a pesar de no pronunciarse sobre el derecho de salud directamente, que la incomunicación de un discapacitado mental en una institución penitenciaria constituía una violación grave de la obligación de proteger la integridad física, psíquica y moral de las personas que se encuentran bajo la jurisdicción del Estado, lo cual se vio agravado por las condiciones de abandono en las cuales permaneció aislado y sin poder satisfacer sus necesidades básicas referentes a su enfermedad (CIDH 1999: párr. 58, 59 y 67).

Finalmente, la CIDH también ha otorgado medidas cautelares para proteger derechos económicos, sociales y culturales de forma indirecta a través de la protección de los derechos civiles y políticos. En uno de esos casos, las medidas consistieron en que el Estado debía brindar los medicamentos retrovirales necesarios para preservar la vida de 27 personas viviendo con VIH/SIDA (CIDH 2001: párr. 1); y en otro caso, las medidas estaban encaminadas a evitar la expulsión por parte de República Dominicana, de dos niñas dominicanas de origen haitiano que no poseían documento alguno que acreditara su nacionalidad y sin el cual también estaban privadas de asistir a la escuela. Por tanto, la CIDH adoptó dichas medidas con base en el artículo 29 de su Reglamento, a fin de evitar que se consumasen daños irreparables a las niñas, es decir, que fuesen expulsadas del territorio de su país y que una de ellas fuera privada del derecho de asistir a clases y de recibir la educación que se brinda a los demás niños de nacionalidad dominicana (CIDH 2001: párr. 1, 2 y 4).

En relación con la Corte IDH, una de sus sentencias más importantes es la del caso Villagrán Morales y otros contra Guatemala, ya que en ella estableció que a la luz del artículo 19 de la CADH los niños de la calle son víctimas de una doble agresión, pues además de ser vulnerables ante la posibilidad de que puedan ser asesinados, el Estado no toma las medidas adecuadas para evitar que sean lanzados a la miseria, privándolos así de unas mínimas condiciones de vida digna, e impidiéndoles el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, a pesar de que todo niño tiene derecho a alentar un proyecto de vida que debe ser cuidado y fomentado por los poderes públicos, para que se desarrolle en su beneficio y en el de la sociedad a la que pertenece (Corte IDH 1999: párr. 191).

En ese sentido, la Corte IDH estableció que el derecho fundamental a la vida comprende, no sólo el derecho de todo ser humano de no ser privado de la vida arbitrariamente, sino también el derecho a que no se le impida el acceso a las condiciones que le garanticen una existencia digna (Corte IDH 1999: párr. 144). A su vez, la Corte IDH señaló que el derecho a la vida que se consagra en el artículo 4 de la CADH no sólo comporta las prohibiciones que en ese precepto se establecen, sino la obligación de proveer las medidas necesarias para que la vida revista de condiciones dignas (Corte IDH 2002: párr. 80).

La Corte IDH también ha destacado la importancia del derecho a la salud, resaltando el principio 11 de la Declaración de la Conferencia Internacional sobre Población y el Desarrollo que, entre otras cosas, reconoce que el niño tiene derecho a un nivel de vida adecuado para su bienestar y al más alto nivel posible de salud. Además, ha señalado que la educación y el cuidado de la salud de los niños suponen diversas medidas de protección y constituyen los pilares fundamentales para garantizar el disfrute de una vida digna, que en virtud de su inmadurez y vulnerabilidad se hallan a menudo desprovistos de los medios adecuados para la defensa eficaz de sus derechos (Corte IDH 2002: párr. 81 y 86).

En el caso del Instituto de Reeducación del Menor, la Corte IDH señaló que las condiciones de detención infrahumanas y degradantes a que se vieron expuestos todos los internos del instituto, conllevaron necesariamente una afectación en su salud mental, repercutiendo desfavorablemente en el desarrollo psíquico de su vida e integridad personal (Corte IDH 2004: párr. 168).

En dos opiniones consultivas, la Corte IDH también manifestó que los derechos laborales surgen necesariamente de la condición de trabajador, entendida ésta en su sentido más amplio, por lo que el respeto y garantía del goce y ejercicio de esos derechos debe realizarse sin discriminación alguna (Corte IDH 2003: párr. 133); a su vez, estableció que si un indigente requiere asistencia legal para proteger un derecho garantizado por la CADH y su indigencia le impide obtenerla, queda excusada de agotar los recursos internos para someter un caso ante la jurisdicción internacional (Corte IDH 1990: párr. 31).

Finalmente, a través del establecimiento de reparaciones, la Corte IDH ha impuesto a los Estados responsables obligaciones de carácter social, tales como, la reapertura de una escuela y la creación de una fundación para asistir a los beneficiarios (Corte IDH 1993, 2001, 2002 y 2004). En otros casos, la obligación impuesta ha consistido en proporcionar una beca de estudios universitarios a la víctima, prestaciones educativas y el reconocimiento de que a causa de su detención se le impidió su desarrollo personal y profesional ya que fue obligada a interrumpir sus estudios (Corte IDH 1998 y 2001). A su vez, en otro caso se ordenó al Estado desplegar programas de desarrollo en educación primaria, secundaria y diversificada en diversas comunidades indígenas dotándolas de la infraestructura y de personal docente capacitado en enseñanza intercultural y bilingüe (Corte IDH 2004).

III. Conclusión.
No hay duda que la plena efectividad de los derechos económicos, sociales y culturales implica un proceso largo y difícil; no obstante, los órganos del Sistema Interamericano han podido desarrollar una jurisprudencia interesante y rica en relación con la protección de dichos derechos, ya sea por vía directa o indirecta, pues ha razonado que todos los derechos humanos son indivisibles e interdependientes entre sí.

Lógicamente aún falta mucho por hacer para que los órganos de protección desarrollen su máxima potencialidad, por ello, las ONG de derechos humanos deben insistir en la presentación de casos relacionados con los derechos económicos, sociales y culturales y en el aprovechamiento de las herramientas y los espacios ganados hasta el momento en relación con su exigibilidad en todos los ámbitos, tanto interno como internacional, tales como (i) indagar y experimentar las diversas formas de exigibilidad y vigilancia social a favor de la plena realización de todos los derechos humanos (uso de los mecanismos de los sistemas internacionales de protección, demandas ante los tribunales nacionales, activación de los sistemas de denuncia e investigación de las Defensorías del Pueblo, elaboración de planes de seguimiento y monitoreo de políticas públicas, presupuesto nacional, deuda externa, políticas de ajuste, acuerdos comerciales; (ii) aportar en el fortalecimiento de los órganos nacionales e internacionales de vigilancia de los derechos humanos; (iii) monitorear los informes estatales presentados ante el Comité DESC, así como elaborar informes sombras con alto nivel de calidad; (iv) articular y fortalecer redes nacionales e internacionales que permitan acciones conjuntas en pro de la plena realización de los derechos económicos, sociales y culturales en todo el mundo (Vera y Manrique 2002).

En lo que respecta a los órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, hay que aprovechar al máximo las oportunidades que nos brindan en materia de exigibilidad a través de su amplia jurisdicción ratione materiae; la dinámica interacción entre estos órganos y los usuarios del sistema mediante los mecanismos de promoción; sus competencias para emitir medidas de protección urgentes; y su extensa competencia sobre reparaciones y supervisión de sus resoluciones (Melish 2005: 175), tal como lo hemos visto anteriormente con algunos casos puntuales.

Si bien es cierto que gracias a estos espacios y herramientas ha habido un avance importante en el reconocimiento e implementación de los derechos económicos, sociales y culturales, no podemos concebir que la existencia de estos derechos se reduzca a la mera presencia de un deber del Estado que debe orientar sus tareas en el sentido que esa obligación establece, teniendo a los individuos como simples testigos a la expectativa de que cumpla con dicha obligación (García Ramírez 2003: punto 3); todo lo contrario, estos derechos deben y pueden permitir que los individuos sean protagonistas en la transformación de las injustas estructuras sobre las que descansa el modelo actual de sociedad; y por ende, su realización garantiza un adecuado funcionamiento de democracia y del Estado de derecho.

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—: Caso Molina Theissen vrs. Guatemala. Reparaciones (art. 63.1 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Sentencia de 03 de julio de 2004, Serie C N° 108.

—: Caso Trujillo Oroza vrs. Bolivia. Reparaciones (art. 63.1 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Sentencia de 27 de febrero de 2002, Serie C N° 92.

—: Caso Durand Ugarte vrs. Perú. Reparaciones (art. 63.1 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Sentencia de 03 de diciembre de 2001, Serie C N° 89.

—: Caso Barrios Altos vrs. Perú. Reparaciones (art. 63.1 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Sentencia de 30 de noviembre de 2001, Serie C N° 87.

—: Caso Loayza Tamayo vrs. Perú. Reparaciones (art. 63.1 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Sentencia de 27 de noviembre de 1998, Serie C N° 42.

—: Caso Masacre Plan de Sánchez vrs. Guatemala. Reparaciones (art. 63.1 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Sentencia 19 de noviembre 2004, Serie C N° 116.

GARCÍA RAMÍREZ, Sergio, «Voto concurrente razonado» en, Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso «Cinco Pensionistas» vrs. Perú, Sentencia de 28 de febrero de 2003, Serie C N° 98.

Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, Informe sobre Desarrollo Humano 2005. La cooperación internacional ante una encrucijada. Ayuda al desarrollo, comercio y seguridad en un mundo desigual, Edición Mundi-Prensa, Nueva York, 2005.

miércoles, 1 de octubre de 2008

5 mitos sobre los derechos económicos, sociales y culturales

Joaquín A. Mejía R.
(Publicado en Revista CEJIL. Debates sobre Derechos Humanos y el Sistema Interamericano, Número 3, Año II, Buenos Aires, Argentina, septiembre de 2007, pp. 58-69)

No hay duda que se han dado pasos importantes en el reconocimiento de la justiciabilidad de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) tanto en el ámbito nacional como internacional; sin embargo, dicho avance es insuficiente ante la escandalosa y creciente desigualdad económica y social que condena a millones de personas a vivir en condiciones infrahumanas.

Desafortunadamente, los Estados se preocupan cada vez menos por enfrentar tal situación y se amparan en la excusa de no contar con los recursos suficientes; sin embargo, no sólo es una cuestión de «falta de recursos, sino también de la reticencia, negligencia y discriminación que demuestran gobiernos y otros agentes» (Amnistía Internacional 2005: 9) para pasar de las simples declaraciones y buenas intenciones, a acciones concretas que materialicen la liberación del ser humano del temor y la miseria, como fue proclamado por la Declaración Universal de DDHH.

De esta forma, se consolida el círculo vicioso de la desigualdad en el que los más pobres tienen pocas posibilidades de incidir en las decisiones políticas que les afectan (exclusión política) y por eso, en muchas ocasiones, los gobiernos no toman en cuenta sus intereses que les permita superar la situación de pobreza (exclusión social) (PNUD 2005: 60). De aquí deriva que sin los DESC, el ejercicio de los derechos civiles y políticos (DCP) resulta restringido, y en consecuencia, quebrantadas las bases de la democracia que junto a los DDHH y el Estado de Derecho, «constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros» (Corte IDH 1987: párr. 26).

Nadie discute que los DCP tienen considerable valor, pero ¿de qué sirve la libertad que promueven si está limitada, y en ocasiones anulada, por el analfabetismo, el hambre, la enfermedad, la discriminación y la pobreza? Por ende, aunque los DCP importan mucho, «las personas se verán restringidas en lo que pueden hacer con esa libertad si son pobres, están enfermas, son analfabetas o discriminadas […]» (PNUD 2005: 20-21).

Frente a esta realidad, los DESC se presentan como un medio para reducir las desigualdades y potenciar las capacidades del ser humano que le permita acceder a los recursos para disfrutar de un nivel de vida digno y participar activamente en la vida comunitaria y en las decisiones políticas transcendentales. Y así, los DESC se constituyen en un factor imprescindible de cohesión social y legitimación política.

Dada la importancia de estos derechos, cabe preguntarse ¿por qué se les ha considerado de segunda clase?, ¿por qué su protección normativa no es tan amplia y garantista como la de los DCP?, ¿por qué los tribunales nacionales e internacionales reconocen que todos los DDHH son indivisibles, interdependientes y sin jerarquía entre ellos, pero su práctica jurisprudencial contradice tal afirmación?, ¿por qué las constituciones políticas y los instrumentos internacionales condenan su ejercicio a la disponibilidad de recursos?

Responder a lo anterior nos lleva a revisar el discurso hegemónico que legitima el carácter casi utópico de los DESC (Hayek 1979: 172-180), sustentado en una serie de mitos que niegan su valor jurídico y los define como «meras declaraciones de buenas intenciones, de compromiso político […]» (Abramovich y Courtis 2004: 19), y que en nombre de un fundamentalismo económico, los encasilla en la lógica del costo y beneficio.

Ante ello, es cuestionable hablar de un auténtico Estado de Derecho si no hay una efectiva realización de todos los DDHH, pues en virtud de su carácter indivisible es insostenible la creencia en la superioridad de unos sobre otros, ya que la dignidad de una persona no puede dividirse en dos fracciones como si se tratase de «dos mundos» (Sanchís 1998: 116) distintos: el de los DCP y el de los DESC.

En esa línea, es rechazable hablar de categorías de DDHH, pues ellos constituyen un complejo integral e interrelacionados entre sí, a tal grado que «forman un entramado único al servicio de la autodeterminación individual; cualquier pieza del entramado es necesaria para dicha autodeterminación, y sólo el conjunto es suficiente» (García 2000: 390), ya que al complementarse componen el «estatuto básico» del ser humano (García 2003: punto 3).

Considerando las anteriores reflexiones, en el presente artículo trataré de desvelar la debilidad del fundamento de 5 mitos que rodean a los DESC e insistiré en que el funcionamiento de la convivencia humana depende esencialmente de la plena efectividad de todos los DDHH, releídos con los lentes de la indivisibilidad, ya que la base sobre la que descansan sociedad y Estado, es el reconocimiento y la garantía de tales derechos para todos (as).

MITO Nº 1: QUE LA DECLARACIÓN DE 1789 NO TENÍA UN CONTENIDO «SOCIAL».
Los antecedentes modernos de los DDHH se encuentran en dos importantes declaraciones de derechos, la estadounidense de 1776 y la francesa de 1789, las cuales, a pesar de contener fórmulas como la búsqueda de la felicidad de todos, el bien y la utilidad común, se caracterizan por darle un lugar privilegiado a las libertades individuales.

En relación con la Declaración francesa, es innegable que su contenido está marcado por derechos de carácter liberal; sin embargo, al hacer una relectura de la misma, descubrimos ciertas cuestiones vinculadas a la igualdad en el goce de los derechos, ya que no hay duda de que en ese momento «la desigualdad resultaba tan odiosa como la falta de libertad, y que la lucha por la abolición de los privilegios estamentales de que disfrutaban tanto el clero como la nobleza fue una de las causas, quizá la principal, de la Revolución» (García Manrique 2001: 268-269).

Por ello, no es extraño encontrarnos referencias sociales tales como las limitaciones impuestas a la propia libertad (art. 4), la no perturbación del orden público (art. 7), la privación de la sacrosanta propiedad por causa de necesidad pública (art. 17) y la existencia de algunos escritos prerrevolucionarios (por lo menos 8 proyectos de Declaración) en los cuales se habían deducido algunos DESC a partir del principio de fraternidad. En consecuencia, podríamos afirmar que «la cuestión de los derechos sociales- de las ayudas públicas y de la instrucción pública, en el lenguaje de la revolución- son cuestiones constitucionales desde el principio, desde 1789, aunque después tales derechos sólo encontrarán una provisional consagración formal en los célebres artículos 21, 22 y 23 de la Declaración jacobina de 1793» (Fiorovanti 1996: 94) que contienen derechos como la asistencia pública (que incluye los derechos al trabajo y a la existencia) y la educación.

En ese sentido, las reivindicaciones asumidas inmediatamente en la Revolución para que el Estado ampliara sus responsabilidades sociales se recogieron en la Constitución de septiembre de 1791, que constituyó el complemento de la Declaración de 1789. Y la Declaración de 1793, también incluyó otros DESC que permitieron establecer que la sociedad tiene el deber de respaldar a los ciudadanos más infortunados, «sea procurándoles trabajo, sea garantizándoles un mínimo de subsistencia a aquellos que no están en condiciones de trabajar» (Art. 21 de la Declaración Francesa de 1793).

Sobre la base de lo anterior, se puede deducir un relativo contenido social de esta Declaración, lo cual no significa ignorar el hecho de que en la contradicción libertad económica-igualdad de condiciones, se favoreció a la primera, aunque es imposible comprender la Revolución en su conjunto si se desconoce su tendencia hacia la segunda.

Si bien hay que reconocer que los DCP ocuparon un lugar predilecto en la teoría jurídica del momento, ese privilegio no puede ocultar que la idea de los DESC ha estado presente desde la etapa inicial de la historia de los DDHH, por lo que «el hecho de que, más adelante, sean ignorados no se debe tanto a razones teóricas cuanto a los intereses de la burguesía triunfante y, en realidad, las razones del socialismo democrático de los siglos XIX y XX están ya presentes en la Revolución francesa» (García 2001: 377).

Con todo lo señalado, se puede concluir que desde un inicio los DESC fueron ignorados por motivos político-ideológicos y no jurídicos, desvirtuándose así la creencia sobre su carácter débil; tampoco se puede sostener que existe una absoluta prioridad histórica de los DCP, por lo que la fantasía de las llamadas generaciones de derechos es jurídica e históricamente infundada (Cançado 2001: 132); desafortunadamente, la misma se ha traducido en prioridad axiológica, y como consecuencia, se ha distorsionado la naturaleza de los DESC al grado de ocupar un lugar menos privilegiado en las constituciones políticas y en los instrumentos internacionales desde la Revolución hasta nuestros días.

Y todo ello también ha significado que para millones de personas, «el grito de la revolución francesa (“libertad, igualdad y fraternidad”) ha quedado reducido a una libertad contra la igualdad y contra la fraternidad» (González 2002: 2), y desdichadamente, pareciera que en vez de avanzar en el proyecto y promesa de una sociedad cimentada en la igualdad, el mundo «tiende a retroceder a los estatutos de la Edad Media […] en el que la cohesión social está minada por la oposición entre incluidos y excluidos» (Nair 2004: 276).

MITO N° 2: QUE GENERAN OBLIGACIONES DISTINTAS.
PÉREZ LUÑO señala que los DDHH nacen con marcada impronta individualista, como libertades (Pérez 2005: 605). Por ello, en los orígenes del Estado liberal era inconcebible para la teoría política y jurídica de la época hablar de DESC, ya que el concepto de derecho subjetivo estaba reservado sólo para los DCP que constituían una coraza contra cualquier intervención estatal en las esferas de la libertad natural del individuo (Baldasarre 2001: 15).

De ahí la afirmación de que los DESC tienen una naturaleza distinta a la de los DCP debido a un «defecto de nacimiento» que no les permite ser justiciables y exigibles (Abramovich y Courtis 2004: 21). En ese sentido se plantea que los DCP sólo generan obligaciones negativas por parte del Estado, mientras que los DESC generan obligaciones positivas; en el primer caso, el Estado se limita a no interferir; en el segundo, debe realizar diversas acciones para atender las demandas sociales. Se apunta que los primeros son derechos frente a los cuales el Estado está obligado a un resultado concreto, que es el de un orden jurídico-político que los respete y garantice; mientras que los segundos contienen obligaciones de medio o de comportamiento, lo que implica que para determinar si un Estado los ha violado, no basta con demostrar que no han sido satisfechos, sino que el comportamiento del poder público en orden a alcanzar ese fin no se ha adecuado a los estándares apropiados.

Sin embargo, es fácil demostrar que todos los DDHH se caracterizan por contener «un complejo de obligaciones negativas y positivas de parte del Estado» (Abramovich y Courtis 2004: 24) y por «el carácter prestacional o participativo [que] también puede ser un atributo de [los DCP]» (Cascajo 1988: 72); por tanto, es rechazable creer que existe un derecho puro en el sentido de generar exclusivamente un tipo de obligaciones; sólo piénsese por ejemplo, en las acciones positivas del Estado para asegurar la celebración de elecciones, el mantenimiento de vías de comunicación para asegurar la libertad económica, el funcionamiento de los registros públicos para asegurar el derecho a la propiedad, la estructuración del sistema judicial, entre otros. Incluso, autores como HAYEK, uno de los promotores del Estado mínimo, admite que algunos DCP necesitan que el Estado adopte ciertas acciones positivas para facilitar su ejercicio (Hayek 2006: 304 y 306).

Por otro lado, piénsese en algunos DESC como la libre sindicación y la huelga, que se caracterizan por (i) la ausencia de una obligación prestacional del Estado y (ii) la existencia de una obligación negativa para que los poderes públicos se abstengan de interferir en su ejercicio; es decir que, a pesar de estar dentro de la «categoría» de los DESC, se instituyen con la misma técnica jurídica que los DCP (Abramovich y Courtis 2004: 23-24).

En consecuencia, no puede hablarse de obligaciones negativas y positivas puras, aunque sí es posible «afirmar una diferencia de grado en lo que se refiere a la relevancia que las prestaciones estatales tienen para uno y otro tipo de derechos» (Contreras 1994: 21). Tampoco se debe seguir fraccionando a los DDHH en dos «clases» en razón de la supuesta diferencia de las obligaciones que generan, ya que ello implicaría que algunos derechos como los de huelga y libertad sindical dejarían de ser DESC, y otros derechos como la asistencia letrada gratuita, dejaría de ser un DCP (Cossio 1989: 115-116).

En esa línea, la Comisión Africana de DDHH y de los Pueblos ha señalado que existe una combinación de obligaciones positivas y negativas que los Estados deben cumplir y aplicar a todos los DDHH (CADHP 2002). Por su parte, la Corte Interamericana (Corte IDH) ha sostenido que la obligación de los Estados de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos implica el deber «de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público» (Corte IDH 1988: párr. 166). Por tanto, para que los DCP tengan relevancia práctica y no queden en simple retórica constitucional o convencional, necesitan la conjugación de obligaciones estatales de no hacer y de hacer (Carbonell 2005: 48).

Concluyentemente podemos afirmar que clasificar los DDHH en función de los criterios que se han expuesto, hace que incurramos en un error axiológico que debilita el resguardo del todo, pues «la esencia de todos los DDHH es la misma: la dignidad humana» (Texier 2004: 13) y para protegerla, es necesario la acción positiva y negativa de todos los poderes públicos.

MITO N° 3: QUE SON DE ORIGEN Y TITULARIDAD DISTINTA.
Se sostiene que los DCP son el resultado de la lucha de la burguesía para acabar con los privilegios del Ancien Régimen, mientras que los DESC son el fruto de la lucha de la clase trabajadora para cambiar el estado de explotación laboral y promover su acceso a los DCP; en otras palabras, los primeros serían «derechos burgueses», como los llamó Marx, y los segundos, «derechos de los trabajadores». Sin embargo, aceptar esta visión supone obviar el papel preponderante que desempeñaron las clases populares en las revoluciones de 1776 y 1789, y desconocer que «derechos burgueses» como la libertad de prensa y opinión, fueron instrumentos decisivos para las clases trabajadoras al momento de luchar por el reconocimiento efectivo de los DESC (Contreras 1994: 23).

Si bien es cierto los DDHH nacieron como «expresión ideológica del triunfo de la burguesía» (Díaz: 29), destinados fraudulentamente a proteger un grupo específico de la sociedad-el hombre, el blanco y el propietario-, también es innegable que con el tiempo, su rasgo humano ha desbordado los límites de las fronteras burguesas y su reconocimiento se ha ido ampliando a todos los seres humanos. Pero además, han pretendido no sólo superar el carácter clasista con el que irrumpieron en la historia, sino también llenar sus propios vacíos extendiendo su cobertura a otros espacios y bienes complementarios a la libertad negativa. De ahí que se pueda afirmar que los DESC se constituyen en el remedio de las deficiencias y limitaciones del liberalismo clásico (González 2002: 2), y hoy, en cierta medida, en inmunidades frente al mercado. (Añón 2002: 286-290).

Por otro lado, los DCP, como productos de la teoría liberal individualista, fueron concebidos como inherentes a «un modelo de sujeto de Derecho de espaldas a la experiencia social» (Pérez:637), es decir, un modelo abstracto de una «persona sin atributos», mientras que los DESC han propiciado una imagen del sujeto que corresponde a una idea real y concreta del ser humano, al asumirlo en el conjunto de sus necesidades e intereses (Pérez 2005: 637). Consecuentemente, se puede afirmar que los DCP nacen como derechos innatos al sujeto inmerso en su individualidad, y preexistentes al Estado, cuya única obligación es reconocerlos y respetarlos; en cambio, los DESC facilitan al individuo «sustraerse» de su aislamiento para ser integrado «por la sociedad, permitiéndole beneficiarse, y al mismo tiempo, contribuir al bienestar colectivo» (Contreras 1994: 27).

Debido a esta concepción histórica, se sostiene que los primeros son derechos ejercidos individualmente mientras que los segundos son colectivos. Sin embargo, es importante subrayar que todos los DDHH son derechos individuales en el sentido de ser ejercidos por individuos concretos, ya sea en solitario o en comunidad, constituyéndose en un elemento equilibrante entre la individualidad y la sociabilidad (Nair 2004: 60).

Con ello no se niega que algunos derechos tienen consecuencias jurídicas si se ejercen junto con otros individuos, pero no forzosamente caen dentro de este campo los DESC. Piénsese en los derechos al voto y a la inviolabilidad del domicilio; el primero sólo genera consecuencias jurídicas si se realiza colectivamente; el segundo también puede ser de titularidad colectiva como en el caso de las instituciones o asociaciones con personalidad jurídica. Por otro lado, el derecho a la libertad sindical, implica tanto la libertad individual de cada persona para pertenecer o no a un sindicato y el derecho a realizar colectivamente todas las actividades relacionadas con su pertenencia al mismo.

Es oportuno destacar que la Corte IDH ha establecido que los DESC tienen una dimensión individual y una colectiva (Corte IDH 2003: párr. 147); y en la misma resolución el Juez GARCÍA RAMÍREZ entiende que «esa dimensión individual se traduce en una titularidad asimismo individual: de interés jurídico y de un derecho correspondiente, que pudieran ser compartidos […] con otros miembros de una población o de un sector» (García 2003, punto 3).

Por tanto, las diferencias que han separado a los DCP de los DESC en realidad no son más que artificiales, creadas por intereses que a través de la historia han tratado de mantener sus privilegios y beneficios; ayer fue la naciente burguesía, hoy es el mercado y sus agentes. Actualmente, nadie se atrevería a afirmar que los DDHH pertenecen a una determinada clase o grupo social pues es claro que al generar obligaciones erga omnes, exigen que su respeto y garantía sea extensiva a todos los seres humanos sin discriminación alguna.

MITO N° 4: QUE EL VALOR SOBRE EL QUE SE FUNDAMENTAN ES DISTINTO.
De todos es conocido que la pugna ideológica entre el Este y el Occidente llevó a diferenciar a los DDHH en dos «categorías», dependiendo del valor que promueven. De este modo, los DCP se concibieron como derechos que propugnan la libertad, mientras que los DESC como patrocinadores de la igualdad. Así, se ha consolidado la supuesta oposición entre libertad e igualdad (Hayek: 172-180).

Dicho antagonismo hoy sigue siendo actualizado por los promotores del libre mercado, que consideran que únicamente la igualdad formal es compatible con la libertad, ya que cuando el Estado trata de igualar materialmente a las personas por medio de la justicia distributiva, produce distorsiones en el orden espontáneo en que se fundamenta el mercado y violenta su obligación de garantizar los derechos vinculados al valor libertad (Hayek 20006: 123-129).

De esta manera, HAYEK señala que la libertad es un estado en el que la persona no está sujeta a la coacción arbitraria del Estado y así, queda enmarcada dentro de la noción de «libertad de» protegida por los DCP. Por tanto, para él es un error vincular «libertad» con «capacidad» y «recursos», y en consecuencia, al asociar los DESC con estos últimos sólo se demuestra el cimiento defectuoso en que se fundan (Hayek 2006: 38-43).

En esa línea, NOZICK plantea que aunque la pobreza y las desigualdades sean enormes, el Estado no puede distribuir los recursos a través de los impuestos u otros medios ya que todo gravamen de las rentas del trabajo o de los beneficios económicos es moralmente inaceptable e implica una violación a la libertad individual (Nozick 1974: 167).

Siguiendo a PÉREZ LUÑO, es reprochable que desde estas premisas se insista en afirmar el antagonismo entre libertad e igualdad, y sostener que cualquier avance igualitario implica un menoscabo de la primera (Pérez 2005: 630-631), ya que en realidad no hay razones estructurales para contraponer estos valores pues ambos se conectan estrechamente. Así como se distinguen varios planos de libertad, también se distinguen varios planos de igualdad, a tal punto que, «al momento de la libertad positiva, o libertad como poder, corresponde el momento de la igualdad social, llamada de otro modo igualdad de […] oportunidades: exigir igualdad de las oportunidades significa cabalmente exigir que a todos los ciudadanos les sea atribuida no solamente la libertad negativa o política, sino también la positiva que se concreta en el reconocimiento de los derechos sociales» (Bobbio 1991: 46-47).

De esta forma, todos los DDHH están dirigidos al logro de la igual libertad para que todas las personas puedan desarrollar y fortalecer su autonomía; por ello es que los DESC se presentan como instrumentos para «gozar de un régimen jurídico diferenciado o desigual en atención precisamente a una desigualdad de hecho que trata de ser limitada o superada» (Prieto 2004: 122). Así, «todos los derechos fundamentales son derechos de igualdad, en el sentido de que son atribuidos a todos los individuos por igual; pero sólo algunos derechos fundamentales son considerados, en sentido estricto, derechos de igualdad, en el sentido de que promueven la igualación de las condiciones materiales de la vida» (García 2004: 82), permitiendo el ejercicio de una plena ciudadanía.

PECES BARBA destaca esta particularidad y sostiene que el objetivo de los DESC es promover la igualdad «a través de la satisfacción de necesidades básicas, sin las cuales muchas personas no [podrían] alcanzar los niveles de humanidad necesarios para disfrutar de los derechos individuales, civiles y políticos, para participar en plenitud en la vida política y para disfrutar de sus beneficios» (Peces-Barba 1999: 57-58).

De todo lo anterior se desprende que no hay motivos sólidos para seguir contraponiendo igualdad-libertad como si fueran valores antagónicos. Y si así fuera, habría que preguntarnos ¿cuál es el método correcto para determinar la existencia de la supuesta jerarquía entre ellos? ¿Qué razones hay para preferir la libertad si es obvio que jamás se alcanzará una auténtica democracia mientras las condiciones de igualdad no se hallen satisfechas?

De cualquier forma, no hay duda que ambos valores concretados en derechos buscan la máxima expresión de la dignidad humana, y es aquí donde el Estado debe utilizar sus poderes para promover objetivos que se sitúan en el corazón de una sociedad democrática: la igualdad y la libertad (Fiss 1999: 12 y 41). Por desgracia, hoy en día la tendencia es reducir esos poderes a simple gendarmería para proteger la inversión del capital y el buen funcionamiento del mercado, y convertir al Estado en árbitro del sálvese quien pueda, en donde los más débiles, a quienes los DESC buscan fortalecer, siguen siendo los perdedores.

Por tanto, para alcanzar la igualdad material que fortalezca la autonomía individual, se necesita un Estado fuerte, capaz de promover una sociedad democrática de plena participación en la que hombres y mujeres libres e iguales converjan entre la autonomía y la sociabilidad, entre la afirmación individual y la responsabilidad social, y en donde la libertad e igualdad se refuercen recíprocamente (Kaplan 1996: 281), ya que, como lo señala la Corte IDH, «la noción de igualdad se desprende directamente de la unidad de naturaleza del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona […]» (Corte IDH 1984: párr. 55). En ese sentido, todos los DDHH se constituyen en técnicas esenciales mediante las cuales tanto la libertad como la igualdad se convierten en fines supremos a perseguir en una sociedad que se precie democrática.

MITO N° 5: QUE SON DERECHOS «CAROS».
Desde diversos sectores se insiste que los DESC son inviables debido a la crisis fiscal que generan al tratar de equilibrar el disfrute del bienestar general. El Estado es acusado de la recesión económica, la inflación, el desempleo, la crisis fiscal, y el aumento de la deuda pública (Martínez 1994: 249), debido a su excesivo intervencionismo en la distribución de recursos; en ese sentido, se señala que los DESC, al requerir acciones positivas del Estado, resultan ostentosamente caros en relación con los DCP que sólo requieren la abstención estatal. A su vez, se postula que la implementación de los DESC está condicionada por los recursos económicos estatales, mientras que los DCP se ejercen con independencia de dichos recursos y que no representan grandes costos para el presupuesto público.

No obstante, tales argumentos teóricos contrastan con la realidad pues no se puede ignorar que la protección de los DCP depende fundamentalmente del financiamiento estatal; ejemplo de ello es que sólo en Estados Unidos el gobierno gastó entre $300 y $400 millones de dólares para las elecciones de 1996, con lo que se demuestra que el derecho al voto no es menos costoso que cualquier otro derecho; en 1992, se invirtieron aproximadamente $73 billones en protección policial, especialmente en resguardo del derecho a la propiedad privada, cantidad que representa mucho más que el PIB de más de la mitad de los países en el mundo; en 1996 el Departamento de Justicia gastó $23 millones en programas de protección de testigos; en 1989 un estudio reveló que la media de gasto por cada juicio con jurado le cuesta al contribuyente estadounidense aproximadamente $13 mil (Holmes y Sustein 1999: 15, 25, 64, 93, 95).

Si le echáramos un vistazo a numerosos presupuestos nacionales comprobaríamos que la inversión pública para garantizar DCP como la vida, seguridad, acceso a la justicia, entre otros, muchas veces supera la inversión social. Para poner un ejemplo más, en 1995 el costo de la seguridad en Brasil rondaba el 6,5% del PIB, llegando al 10% en el 2000, mientras que el presupuesto destinado a educación era un tercio de lo que se gastaba en prevención y costos de la violencia (Petrissans 2005: 214).

Por otra parte, en el ámbito internacional el monto que los países desarrollados destinan a la lucha contra el VIH/SIDA representa tres días de gasto en armamento; y para financiar las intervenciones básicas en salud que podrían evitar la muerte de tres millones de niños al año, sólo se necesitarían US$ 4.000 millones, o sea, alrededor del 3% del aumento en el gasto militar (PNUD 2005: 105).

Por tanto, no hay fundamento para hablar de derechos caros y derechos baratos; el derecho a la libertad de contrato no es menos costoso que el derecho a la salud, ni el derecho a la libertad de expresión no es más barato que el derecho a una vivienda digna; en fin, todos los derechos necesitan del erario público (Holmes y Sustein 1999: 15).

En ese sentido, si todos los DDHH tienen un «costo público» más o menos igual, no hay razón fuerte para determinar la aplicabilidad inmediata de unos y la progresiva de otros; por ello, la decisión de colocar a unos y a otros en diferentes «categorías» y con diferentes grados de implementación, no es una cuestión jurídica o económica, sino política.

De cualquier forma, es un argumento débil utilizar una razón económica para caracterizar la naturaleza de los DESC, ya que «el recorte jurídico-estructural de un derecho no puede ni debe confundirse con la cuestión de su financiación. Si estas dos dimensiones fuesen indisociables, entonces no se comprendería que ciertos derechos-como los derechos de acceso a los tribunales y de acceso al derecho- pudiesen ser considerados tranquilamente derechos directamente aplicables cuando, sin embrago, dependen de prestaciones estatales [...]. La ‘reserva de las arcas del Estado’ supone problemas de financiación pero no implica el ‘grado cero’ de vinculación jurídica de los preceptos consagradores de derechos fundamentales sociales» (Gomes 1998: 45). En el mismo sentido, el goce de los DESC no depende de la disponibilidad de recursos, sino más bien de la asignación de los recursos disponibles (Carazo 1999: 190), y es claro que la mayor parte de los mismos se asignan a la protección de los DCP.

Por tanto, si es evidente que los DCP no son esencialmente baratos, entonces ¿cómo se explica que las naciones pobres pueden cubrir los costos de estos derechos pero no los de los DESC? Ciertamente, podríamos responder que es una cuestión de opción y voluntad política (PNUD 1991), ya que si la disponibilidad de recursos limita el goce inmediato de los DESC, entonces tomándonos en serio los DCP, conscientes de que son derechos caros, los países pobres tampoco podrían costeárselos (Holmes y Sustein 1999: 119). Y si finalmente se demostrara que los recursos disponibles son insuficientes, los Estados no pueden evadir su obligación de «asegurar el disfrute más amplio posible de los derechos pertinentes dadas las circunstancias reinantes» (CDESC 1991: párr. 11), ya que un legítimo Estado de Derecho no puede permanecer pasivo ante el apartheid social en que viven millones de personas.

COLOFÓN
No podemos ignorar que la implementación de los DESC enfrenta serios obstáculos, pero superarlos es una cuestión que concierne a la Democracia y al Estado de Derecho, ya que cuando se reducen las funciones rectoras y promotoras estatales, se experimenta un proceso de regresión, empobrecimiento y frustración de la población, multiplicándose y agravándose los conflictos sociales y las crisis políticas que revierten sobre el Estado, reducen su autoridad, su legitimidad y consenso (Kaplan: 278). América Latina es un ejemplo vivo de ello ya que no es de extrañar que la proporción de latinoamericanos y latinoamericanas que estarían dispuestos a sacrificar un gobierno democrático en aras de un progreso real socioeconómico supera el cincuenta por ciento (PNUD 2004: 13).

Por tanto, la importancia de desmitificar algunos aspectos de los DESC radica en que, por un lado, demuestra que toda clasificación de los DDHH con el objetivo de reducir a unos o a otros es simplemente arbitraria; por otro, ayuda a fortalecer nuestro discurso y práctica para exigir una implementación real de los mismos a través de la justiciabilidad ante las instancias nacionales e internacionales, y de la exigibilidad política, a través de la incidencia en políticas públicas y el impulso de reformas jurídicas.

En consecuencia, es importante que todos los sectores de la sociedad aprovechemos los espacios ganados hasta el momento, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, para (i) indagar y experimentar las diversas formas de exigibilidad y vigilancia social a favor de la plena realización de todos los DDHH (uso de los mecanismos de los sistemas internacionales de protección, demandas ante los tribunales nacionales, activación de los sistemas de denuncia e investigación de las Defensorías del Pueblo, elaboración de planes de seguimiento y monitoreo de políticas públicas, presupuesto nacional, deuda externa, políticas de ajuste, acuerdos comerciales; (ii) aportar en el fortalecimiento de los órganos nacionales e internacionales de vigilancia de los DDHH; (iii) monitorear los informes estatales presentados ante el Comité DESC, así como elaborar informes sombras con alto nivel de calidad; (iv) articular y fortalecer redes nacionales e internacionales que permitan acciones conjuntas en pro de la plena realización de los DESC en todo el mundo (Vera y Manrique 2002).

Y en lo que respecta a los órganos del SIDH, aprovechar al máximo las oportunidades que nos brindan en materia de exigibilidad a través de su amplia jurisdicción ratione materiae; la dinámica interacción entre éstos y los usuarios del sistema mediante los mecanismos de promoción; sus competencias para emitir medidas de protección urgentes; y su extensa competencia sobre reparaciones y supervisión de sus resoluciones (Melish 2005: 175).

BIBLIOGRAFÍA

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