La clase política hondureña es experta en manipular las palabras pues saben que todo discurso, en la medida que es aceptado por las personas, produce efectos sobre la vida y las prácticas de quienes lo aceptan.
En sociedades como la nuestra, sitiadas por la pobreza y la exclusión social, y por el monopolio de los medios de comunicación masiva, el discurso de quienes detentan el poder genera prácticas y efectos que atentan contra la dignidad humana pero que son vistas como naturales por las víctimas de las mismas.
Así, al golpe de Estado le llaman sucesión constitucional; al reparto descarado del poder le llaman gobierno de unidad nacional; a la entrega del territorio nacional a grandes empresas trasnacionales le llaman progreso y desarrollo; al olvido y perdón sin castigo por las violaciones a los derechos humanos le llaman reconciliación nacional.
Por ello, debemos cuestionar los discursos desde las transformaciones que han efectuado en la vida cotidiana de la población pues en Honduras el régimen actual proclama la democracia y el respeto de los derechos humanos, y al mismo tiempo adopta o deja de adoptar decisiones políticas que condenan a grandes masas de la población a la muerte lenta que causa la exclusión, a la tortura, a las detenciones ilegales, al exilio y a la violencia.
Mientras el régimen de Lobo Sosa siga manteniendo esa profunda contradicción entre el discurso y la práctica, sus palabras quedan sólo en un ejercicio de cinismo pues hasta el momento la realidad confirma que dice que quiere aquello que en realidad no quiere.
El régimen debería entender que en el discurso de los derechos humanos hay palabras como reconciliación e impunidad, y democracia y exclusión, que no son compatibles ni armonizables.
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