A pesar que en un Estado de derecho prevalece la
exigencia democrática que los asuntos de seguridad ciudadana sean de
competencia exclusiva de cuerpos policiales civiles, debidamente organizados y
capacitados, los distintos gobiernos han aprovechado la crisis de seguridad
para cederle a los militares tareas de seguridad ciudadana que van más allá del
apoyo a las autoridades civiles y a la policía.
Así, los militares patrullan calles, instalan
retenes y controles de revisión, desmantelan centros de distribución de drogas,
realizan arrestos y cateos, y dirigen o han dirigido diferentes organismos de
inteligencia e instituciones claves que abarcan desde la Dirección General de
Migración y Extranjería, hasta el Instituto Hondureño de Mercadeo Agrícola.
Para la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
es extremadamente grave que conforme a las normas de creación de la Policía
Militar de Orden Público, los militares también realizan actividades de
investigación criminal e inteligencia, lo que refleja el fracaso de lo que
Marvin Barahona llama el “tímido e incompleto proceso de desmilitarización
social” que impulsó el expresidente Reina.
El más reciente escándalo que ratifica la
vinculación de miembros de la Policía Nacional con el crimen organizado y la
comisión de graves crímenes, está siendo aprovechado por el actual gobierno
para profundizar un discurso de militarización con el fin de provocar tres
efectos de poder.
Primero, introducir en el imaginario social la idea
de que el despliegue militar en las calles es la vía democráticamente idónea
para combatir la violencia y la criminalidad; segundo, servir como marco
legitimador de la práctica militarista y su aceptación social; y tercero, consolidar
a las Fuerzas Armadas como la única institución capaz de salvar la democracia y
nuestro modo de vida de sus nuevos enemigos: los narcos, los mareros, los
sicarios y los extorsionadores.
Frente a ese discurso populista y castrense de
seguridad ciudadana, la ciudadanía debemos anteponer el discurso de los
derechos humanos que en una sociedad
democrática impone un equilibrio entre el ejercicio del poder
público y la libertad de los ciudadanos y ciudadanas, y coloca a la persona
humana y su dignidad por encima del propio Estado.
En otras palabras, la
seguridad ciudadana desde el discurso de los derechos humanos exige que las políticas
públicas en la materia se (a) centren en la construcción de mayores niveles de
ciudadanía, (b) coloquen a la persona humana como objetivo central y (c)
reconozcan que la seguridad ciudadana es una de las dimensiones necesarias para
garantizar la seguridad humana, que no es otra cosa que la mejoría en los
niveles de vida de la gente.
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