martes, 3 de abril de 2018

La violencia mortal contra las mujeres y la complicidad del Estado

Brenda Nicole Fúnez de 6 años, Brianda Marina Espinoza Figueroa de 17, Ana Elsi Ávila Gallegos de 23, Karen Melisa Mejía de 31, Jenny Teresa Velázquez de 27 años, Julia Bety Beltrán de 50, Digna Margarita Medina Aguilera de 63, Laura Martínez de 9 años, Mélida Rosa Hernández de 16. 

Silvia Vanesa Izaguirre Antúnez, de 26 años y a punto de graduarse como médica, se suma a esa lista cuyos nombres representan una pequeña pero trágica muestra de las 1,149 mujeres y niñas que han sido asesinadas en Honduras en los últimos 6 años de acuerdo con el Centro de Derechos de Mujeres. 

La violencia contra las mujeres es de tal gravedad que, según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, cada 14 horas una mujer es asesinada con odio y con saña. 

Más allá de las cifras, es alarmante el hecho de que estos crímenes han sido influenciados por una cultura de discriminación contra la mujer. Además de la extrema violencia con la que se ejecutan, la respuesta y actitud de las autoridades es ineficiente e indiferente, lo que permite su perpetuación. 

El alto índice de violencia contra las mujeres y la impunidad que rodea los femicidios demuestran que el Estado hondureño no adopta medidas adecuadas con la diligencia debida para impedirlos o para investigarlos y castigarlos e indemnizar a las víctimas. 

Esta es una violencia que no se erradica con militarización, sino con planes de acción que cambie la cultura patriarcal por la de igualdad; con sensibilización del sistema de justicia penal y la policía en cuestiones de género; con medidas para aumentar la sensibilización y modificar las políticas discriminatorias en la esfera de la educación y en los medios de información; entre otros. 

En cada asesinato de una mujer, las autoridades hondureñas incurren en una omisión culposa pues los datos evidencian dos cosas: uno, la gravedad de este fenómeno social que en cualquier país con un gobierno decente haría que se declarase una emergencia nacional; y dos, que el Estado no lo atiende adecuadamente, no lo controla ni lo erradica, y, por tanto, es cómplice.

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