Una de las características de las sociedades actuales es la existencia de diversas concepciones de cómo las personas pueden realizar sus vidas, las cuales muchas veces entran en conflicto entre sí. Por ello, en una verdadera democracia se debe garantizar que todas ellas puedan llevarse a cabo en alguna medida.
El instrumento por excelencia para lograr la convivencia política es un Estado laico que reconozca y promueva la tolerancia frente a la pluralidad de concepciones valiosas de la vida, y se oponga a cualquier fundamentalismo religioso o ideológico.
Siguiendo al filósofo italiano Remo Bodei, la laicidad es la libertad que posee cada quien para “escoger los valores éticos, políticos o religiosos que prefiera o en los que crea firmemente, pero no debe pretender imponerlos a los demás mediante la violencia o con el apoyo o la complicidad del Estado”.
De acuerdo con el jurista mexicano Jorge Carpizo, la laicidad es sinónimo de democracia, libertad, igualdad, no-discriminación, pluralismo y tolerancia. En una sola palabra, laicidad es respeto a la dignidad humana y a los derechos humanos. “La democracia es laica o no es democracia”.
En este sentido, cuando se trata de cuestiones fundamentales para la sociedad, las ciudadanas y ciudadanos estamos obligados a defender nuestras opciones apoyados en valores de la razón pública, ya que las posiciones basadas en una revelación divina pueden ser decisivas para las personas creyentes, pero tienen nulo valor para quienes no tienen las mismas creencias.
En el debate público todos los sectores sociales tienen derecho a participar y a opinar, sin embargo, ninguna persona que profesa una religión tiene algún plus de sabiduría en ningún tema no referido a los dogmas cristianos.
Por tanto, en un Estado democrático de derecho quienes toman decisiones legislativas o judiciales tienen el deber de justificarlas y basarlas únicamente en razones seculares e imparciales que solo respondan a aquellos valores y principios que representan la dignidad humana y los derechos humanos.
La propuesta de leer la biblia en las escuelas implica la imposición de una verdad religiosa y con ello se destruye la pluralidad, sin la cual, la democracia no existe. Como señala Pedro Salazar, el valor de la democracia es un valor civil, no un valor moral o religioso.
Hasta el propio Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha instado al Estado hondureño a que sus instituciones garanticen que sus políticas y decisiones públicas estén de conformidad con la Constitución, que establece el carácter laico del Estado.
En consecuencia, dicha propuesta significaría una nueva violación a la Constitución de la República. Además, es evidente que, si la lectura de la biblia fuera efectiva para resolver los graves problemas nacionales, desde hace mucho tiempo no tendríamos una clase política corrupta, militares y policías violadores a derechos humanos ni un presidente ilegal que se ha impuesto por la fuerza de las armas y el fraude.
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