jueves, 20 de octubre de 2016

¿Por qué y quiénes asesinaron a Carlos Escaleras?

Ponencia brindada en el Foro "Situación de Derechos Humanos de quienes defienden la tierra y los recursos naturales en Honduras", en el marco del lanzamiento de la campaña "Defender sin miedo" y la entrega del Premio Nacional "Carlos Escaleras". 18 de octubre de 2016.

2 años antes ya nos habíamos hecho la misma pregunta pero con distinta víctima, ¿por qué y quiénes asesinaron a Jeannette Kawas? 1 año después tuvimos que hacernos otra vez esa pregunta, ¿por qué y quiénes asesinaron a Carlos Luna? 16 años después nos volvimos a preguntar ¿por qué y quiénes asesinaron a los indígenas Tolupanes Armando Fúnez Medina, Ricardo Soto y María Enriqueta Matute? 17 años después tuvimos que preguntarnos otra vez ¿por qué y quiénes asesinaron a Margarita Murillo? 18 años después volvimos a enfrentarnos a esta terrible pregunta, ¿por qué y quiénes asesinaron a Berta Cáceres? Y entre 2002 y 2014 nos hemos repetido 111 veces la misma pregunta, ya que según Global Witness Honduras es el país más peligroso per cápita para los activistas ambientales y de la tierra con 111 asesinatos entre esos años. 

Esta pregunta encierra varios aspectos fundamentales:

1. Un contexto de ataques a la vida e integridad de las personas defensoras de derechos humanos. Los asesinatos solo reflejan la manifestación más extrema de estos ataques. Previamente, estas personas son sometidas a actos violentos, estigmatización, intimidación, amenazas a muerte, detenciones ilegales y criminalización que, de acuerdo con datos del Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras, desde el 2010 se registraron más de 3 mil casos de uso indebido del derecho penal contra las personas defensoras.

2. Una diversidad de presuntos autores de esta violencia que van desde: guardias privados de seguridad contratados por empresarios y políticos, y que según el Grupo de Trabajo de la ONU sobre el Uso de Mercenarios, están implicados en graves violaciones a derechos humanos, incluidos los asesinatos, desapariciones, desalojos forzados y violencia sexual; la Policía Nacional, la Policía Militar y el Ejército a través del uso ilegítimo de la fuerza y en algunos casos en complicidad con el crimen organizado, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; y el crimen organizado que usa proyectos mineros, turísticos, agroindustriales o de energía “limpia” para blanquear sus ganancias ilícitas, y que realiza incursiones y ocupaciones de tierras para garantizar rutas para el narcotráfico. Como lo señala la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Relatoría Especial sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias, muchos de estos ataques “tienen la intencionalidad de reducir las actividades de defensa y protección de territorios y recursos naturales, así como la defensa del derecho a la autonomía e identidad cultural”. Como lo señala esta Relatoría, los responsables disfrutan de “una inmunidad prácticamente de hecho debido a su condición social y sus contactos políticos”, ya que están “vinculados con las autoridades locales, empresarios o militares”.

3. Un modelo de desarrollo promovido desde el Estado que se realiza a espaldas de las comunidades y que garantiza seguridad jurídica a las inversiones aunque entre en conflicto directo con varios derechos humanos que las autoridades están obligadas a proteger, respetar y garantizar. En este sentido, la consulta y participación de las comunidades constituye un pilar fundamental y una barrera que puede impedir los abusos a los derechos humanos que los “proyectos de desarrollo” están contribuyendo a provocar en las comunidades donde se ejecutan. Cuando estas consideran que no han sido debidamente consultadas e informadas sobre la aprobación de un proyecto y de su posible impacto en la salud, el medio ambiente y otros derechos, las relaciones con las autoridades y las empresas se deterioran rápidamente y se transforman en conflictos que tienen un alto costo para los derechos humanos de quienes no tienen poder político y económico.

Estos tres aspectos no pueden entenderse sin la percepción de una falsa normalidad en donde gran parte de la sociedad termina asumiendo como normal e incluso como justificado el uso de la violencia o de la fuerza en contra de los sectores a quienes los medios corporativos y el gobierno presentan como antisociales, enemigos de la patria, malos hondureños y hondureñas, y en general en contra de todo aquel o aquella que tenga posiciones críticas frente a la situación actual.

Como lo señala Julio Scherer Ibarrra, “esta estigmatización produce una especie de legitimación social al abuso y a la impunidad, y la aplicación de la ley se bifurca ante la existencia fáctica de dos tipos de ciudadanos: Los impunes y los no impunes. Los primeros son aquellos que tienen el poder sin contrapeso, sin ambages, los que muestran la arbitrariedad en toda su crudeza y eliminan a cualquier autoridad que busque consenso”, ya que saben que el “que tiene el poder manda. El que manda predomina. El que predomina impone sus normas a la sociedad”. Para ellos, la ley no existe, y si existe, ellos son la ley y la ley no castiga a los de arriba, así que a pesar de sus delitos, “por naturaleza propia, terminan conduciéndose como si fueran inocentes, ajenos a toda perversión política”.

“Los segundos, los no impunes, aquella mayoría de ciudadanos y ciudadanas para los que las leyes sí existen, los que comparecen ante la ley y sus jueces, si así lo determinan los detentadores del poder, les toca afrontar la actuación efectiva de las normas y las manifestaciones de la fuerza pública, siempre al acecho para evitar cualquier tropiezo que pudiera dar al traste con los sueños de grandeza que asegura la impunidad a los de arriba”.

El escenario del golpe de Estado lo refleja claramente ya que las actuaciones de la Corte Suprema de Justicia presentan un claro contraste entre la celeridad y diligencia con la que ampararon, por ejemplo, al general golpista Romeo Vásquez Velásquez “y las múltiples dificultades y dilaciones que impusieron sobre los recursos de amparo de otros ciudadanos hondureños”, cuyos derechos fundamentales se encontraban en riesgo. O el escenario actual en el que quienes se oponen al modelo, son capturados y esposados de pies y manos, y acusados de delitos con un alto grado de indeterminación semántica -usurpación y sedición- y enfrentados a una temible discrecionalidad punitiva de fiscales y jueces que, cuando se trata de perseguir los graves casos de corrupción y violaciones a derechos humanos, invocan el principio de inocencia y observan el principio de estricta legalidad penal pero cuando se trata de sancionar a “los no impunes” aplican a toda costa lo que Ferrajoli llama la legalidad violenta, ignorando su obligación de interpretar y aplicar la ley de la manera que más proteja y garantice los derechos humanos, los cuales constituyen la razón de ser de un Estado que se precie democrático y de derecho.

Evidentemente, lo aquí señalado genera graves consecuencias para la convivencia social, la legitimidad de las instituciones y el Estado de derecho, ya que cuando la ley sólo se aplica a los “ciudadanos y ciudadanas no impunes”, en palabras de Kaplan el Estado se vuelve represivo y regresivo, se desautoriza y deslegitima, evade el sometimiento universal al derecho y a los controles de legalidad y responsabilidad, y con ello, se crea un escenario propicio para la regresión y la profundización del empobrecimiento y la frustración de las grandes mayorías, con su consecuente multiplicación y agravamiento de los conflictos sociales y las crisis políticas, y el estancamiento del proceso de democratización, lo cual revierte sobre el propio Estado, y reduce su autoridad, su legitimidad y su consenso.

En palabras de Scherer Ibarra, "se derrumba el Estado de derecho frente al binomio funesto de la impunidad y la corrupción que hiere al país en su mero corazón" y convierte al Estado en esquizofrénico o cínico, cuyas prácticas no coinciden con el marco teórico sancionado constitucionalmente; es decir, que lo que dice constitucionalmente no guarda relación con lo que hace institucionalmente, o lo que hace contrasta con lo que dice.

Del mismo modo que una persona que padece de esquizofrenia recibe información que no viene del exterior y pierde el contacto con la realidad, pareciera que el Estado ignora la única información y realidad que están en la obligación de percibir, es decir, la que proviene de la Constitución de la República y de los tratados internacionales de derechos humanos, y se decantan por “percibir” la información que viene dada por lo que Marvin Barahona denomina “los clanes, camarillas, cacicazgos e intereses corporativos particularistas” y los poderes salvajes.

Como lo señala Bartolomé Ruíz, esta esquizofrenia o cinismo estatal permite al Estado hablar de una igualdad abstracta y en la práctica generar una desigualdad real mediante la concentración de la propiedad y la riqueza social en beneficio de unos pocos. Esta esquizofrenia o cinismo permite al Estado mantener la afirmación formal de los derechos humanos pero sólo se garantizan cuando (a) no perjudican los intereses económicos o políticos de grandes multinacionales u otros sectores de las clases do­minantes, o cuando (b) la presión social hace inevitable que se concedan.

En este contexto, “se afirma de forma reiterada la defensa de los derechos humanos y al mismo tiempo se construye un modelo de injusticia estructural. Se insiste de forma exhaustiva en la defensa formal de los derechos humanos y se producen estructuras e instituciones de negación real de los mismos”. Se estimulan “un discurso pulcro y escrupuloso de democracia y respeto a los derechos humanos y al mismo tiempo se programan políticas de negación masiva y sistemática de los mismos”.

No obstante, cuando personas como Jeannette Kawas, Carlos Luna, Carlos Escaleras, Margarita Murillo o Berta Cáceres denuncian el cinismo de ese discurso y luchan para que el Estado cumpla con su deber constitucional e internacional de garantizar el ejercicio de todos los derechos humanos, se encuentran con el “miedo” manifestado en violencia que tienen ciertos sectores políticos y económicos del país a que los mismos se implementen efectivamente, ya que comprenden que los derechos humanos sólo podrán realizarse si se producen profundas transformaciones estructurales, institucionales y culturales, y ello implica desmantelar las actuales estructuras de poder basadas en privilegios casi estamentales, el clientelismo, la corrupción, los favoritismos, el uso de lo público como patrimonio privado, y el desprecio por los intereses generales.

En palabras de Bartolomé Ruíz, la grieta que existe entre el discurso y la práctica de los derechos humanos genera un vacío que también se ha convertido en “un espacio social privilegiado para reconstituir nuevas luchas sociales, posibilitando la emergencia de nuevos movimientos y sujetos alternativos al sistema pues su esquizofrenia deja al descubierto las contradicciones que alimentan su modelo estructural”. Esa esquizofrenia es “un nuevo espacio de poder en el que se construyen nuevos discursos, nuevas identidades sociales y nuevas prácticas de transformación del sistema.

Kawas, Luna, Murillo, Cáceres y Escaleras percibieron ese espacio vacío y lo llenaron con su lucha por la vida y el medio ambiente, y a su vez se convirtieron en referentes de denuncia y compromiso por la consolidación de un Estado para todos y todas.

Jeannette Kawas, Carlos Luna, Margarita Murillo, Berta Cáceres y Carlos Escaleras son el mejor ejemplo de personas que no cayeron en el error de permanecer pasivos ante las miserias actuales y jugaron un papel protagonista en la denuncia y transformación de las situaciones que producen muerte y destrucción.

A su vez, la voluntad y el valor de sus familiares para denunciar al Estado hondureño por la falta de una investigación efectiva ha permitido poner en evidencia el cinismo del discurso estatal que proclama en la teoría el respeto de los derechos humanos pero que implementa su negación en la práctica, y además, la lucha de los familiares ha permitido que la memoria de estas personas no sea condenada al olvido y más bien se constituya en ejemplo de lucha por la dignidad humana.

Los jueces, juezas, magistrados y magistradas, policías y fiscales que por acción u omisión son parte de esta esquizofrenia o cinismo estructural deben recordar que son corresponsables de tales crímenes, ya que, como lo señala Scherer Ibarra, “dejar pasar el delito es tanto como extenderlo en la práctica”.

Parafraseando a la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, el día que la Policía Nacional, el Ministerio Público y el Poder Judicial amparen a todos los ciudadanos y ciudadanas con la misma eficacia que lo hicieron con el general golpista Vásquez Velásquez, se alcanzará a ver el fin de la impunidad en Honduras.

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