Dos cosas que nos han ratificado esta nueva ola de la crisis continuada que arrastramos desde el rompimiento del orden constitucional en 2009 es que las Fuerzas Armadas son una de las columnas fundamentales que sostienen al régimen autoritario de Juan Orlando Hernández y, como lo señala Víctor Meza, que son la peor pesadilla para la democracia.
Sin embargo, sus demostraciones de fuerza bruta contra las protestas ciudadanas en las calles, en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y en el día en que se conmemoró una década del golpe de Estado, reflejan al mismo tiempo la debilidad del régimen ante su falta de legitimidad democrática.
Pero también son una muestra de que ha sido un fracaso el esfuerzo económico y técnico de la comunidad internacional, de la sociedad civil y del propio Estado en formar y capacitar a militares en el abordaje de las manifestaciones pacíficas y en el respeto a los derechos humanos.
Seguir creyendo que hay que invertir más recursos en la institución militar es tirar perlas a los cerdos, pues la experiencia de los años 80, del golpe de Estado, de la crisis pos-electoral y la actual crisis demuestran que los militares son máquinas de matar, torturar, reprimir y custodiar a toda costa los intereses de quienes tienen el poder político y económico del país.
Por tanto, ante el agotamiento de la transición política que se inició hace casi 40 años, es imperativo que, en la agenda de una nueva etapa de transición, la desaparición de las Fuerzas Armadas sea un punto central y un condicionamiento para la democratización del país.
Imaginemos cuántas escuelas se podrían construir y cuántos hospitales y centros de salud se podrían aprovisionar si el presupuesto militar que causa muerte y dolor, se destinará a garantizar la dignidad de las personas.
Sin embargo, sus demostraciones de fuerza bruta contra las protestas ciudadanas en las calles, en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y en el día en que se conmemoró una década del golpe de Estado, reflejan al mismo tiempo la debilidad del régimen ante su falta de legitimidad democrática.
Pero también son una muestra de que ha sido un fracaso el esfuerzo económico y técnico de la comunidad internacional, de la sociedad civil y del propio Estado en formar y capacitar a militares en el abordaje de las manifestaciones pacíficas y en el respeto a los derechos humanos.
Seguir creyendo que hay que invertir más recursos en la institución militar es tirar perlas a los cerdos, pues la experiencia de los años 80, del golpe de Estado, de la crisis pos-electoral y la actual crisis demuestran que los militares son máquinas de matar, torturar, reprimir y custodiar a toda costa los intereses de quienes tienen el poder político y económico del país.
Por tanto, ante el agotamiento de la transición política que se inició hace casi 40 años, es imperativo que, en la agenda de una nueva etapa de transición, la desaparición de las Fuerzas Armadas sea un punto central y un condicionamiento para la democratización del país.
Imaginemos cuántas escuelas se podrían construir y cuántos hospitales y centros de salud se podrían aprovisionar si el presupuesto militar que causa muerte y dolor, se destinará a garantizar la dignidad de las personas.
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