miércoles, 15 de mayo de 2019

Posicionamiento personal

Por razones vinculadas a proyectos personales he estado muy poco activo en las redes sociales las últimas semanas, pero este día he recibido por otros medios una carta en la que Wilfredo Méndez, director de CIPRODEH, denuncia a Reina Rivera Joya, directora de Diakonía, supuestamente por “impulsar una campaña de desprestigio” en su contra. El fondo del asunto es el acompañamiento que la segunda le ha dado a varias víctimas que han denunciado diversas violencias por parte del primero en un contexto de relaciones desiguales de poder.

Ante ello, a título personal quiero expresar lo siguiente:

Primero, ambas personas son reconocidas defensoras de derechos humanos a quienes siempre he admirado por su compromiso con los valores democráticos y la dignidad humana. Con las dos he tenido una relación cercana y cordial durante muchos años, pero reconozco que con Reina Rivera Joya me une además una amistad de varias décadas.

Segundo, en los últimos años he sido miembro de la asamblea general de CIPRODEH, pero debo admitir que, debido a cuestiones de distancia y agenda, no he podido involucrarme activamente en las actividades propias de dicho espacio. Por tanto, asumo mi cuota de responsabilidad por omisión en lo que atañe a las posiciones institucionales que puedan considerarse cuestionables frente a las denuncias señaladas.

Tercero, reconozco que vivimos en un contexto de violencias contra las mujeres generadas por un sistema patriarcal en el que los hombres naturalizamos y normalizamos unas relaciones desiguales de poder que se manifiestan en una masculinidad frágil, que percibe los cuerpos de las mujeres como trofeos de caza, lo que en no muy pocas ocasiones nos lleva a convertirnos en acosadores y depredadores sexuales, y a nuestras organizaciones en espacios inseguros para nuestras compañeras.

Cuarto, en virtud de lo anterior, ante la más mínima sospecha o denuncia de algún tipo de violencia contra nuestras compañeras, nuestra obligación es tomar muy en serio la palabra de las víctimas, acompañarlas y exigir una investigación adecuada por parte de nuestras propias organizaciones y de las correspondientes instituciones de investigación del Estado, velando que se garantice en todo momento el debido proceso.

Quinto, en un Estado con una institucionalidad que administra justicia de forma selectiva debemos mantenernos en alerta y en vigilancia permanente para que en este caso se realice una investigación seria, imparcial y efectiva, observando de manera estricta las garantías judiciales y evitando que las mujeres puedan ser revictimizadas.

Sexto, los hombres comprometidos con la dignidad humana no podemos ser cómplices, no podemos llamarnos al silencio, no podemos atacar al mensajero o mensajera, mucho menos a quien en calidad de persona defensora de derechos humanos, solamente cumple con su deber de acompañar a las víctimas.

Séptimo, animo a los hombres de las organizaciones de derechos humanos a aceptar que no crecimos aislados de un machismo estructural que nos rodea y nos define, a enfrentar los sesgos que influyen inevitablemente en nuestra percepción de la realidad y a dejar las resistencias definidas por el machismo del que nos creemos inmunes. Esto debe llevarnos a abrir solidariamente nuestros oídos a las voces de las víctimas y acompañarlas. No podemos ignorar que parte de nuestros privilegios es que nuestra voz se impone en los espacios públicos y privados solo por el hecho de ser hombres.
 

Octavo, las organizaciones de derechos humanos con personal mixto debemos realizar una reflexión honesta y revisarnos a lo interno para avanzar decididamente más allá de políticas institucionales de género, capacitaciones sobre nuevas masculinidades y discursos progresistas en materia de igualdad, ya que muchas veces detrás de estos “avances formales” se esconden unas prácticas machistas que son el resultado de una violencia estructural de género y de patrones socio-culturales que en la mayoría de los casos percibimos como normales. Tenemos la obligación de revisar y cuestionar estos modelos masculinos patriarcales y los medios de reproducción de estos.

Noveno, no podemos denunciar el autoritarismo del Estado y exigir la democratización de la vida pública si en los espacios donde los hombres tenemos cuotas de poder, sea en el trabajo o en el hogar, nos comportamos como pequeños dictadores tomando ventaja de las relaciones desiguales de poder que despojan de sentido y contenido la dignidad de nuestras compañeras.

Décimo, los defensores de derechos humanos debemos entender que cualquier proceso de democratización del país por el cual luchamos, es imposible sin una despatriarcalización de las relaciones interpersonales, pues como lo señalan nuestras compañeras feministas “sin cambios, tanto en el espacio personal/privado como en el político/público, no puede haber emancipación para las mujeres […] debe haber coherencia entre uno y otro espacio”.

En mi condición de defensor de derechos humanos hago un llamado urgente a nuestras organizaciones para que en los espacios de articulación coloquemos en la agenda colectiva un profundo proceso de reflexión sobre nuestras omisiones frente a las violencias contra las mujeres que en Honduras constituyen violaciones sistemáticas a sus derechos y libertades fundamentales. No podemos continuar tratando estos hechos con indiferencia, la cual, en muchas ocasiones, puede significar la muerte física o moral de más de una mujer.

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