En los últimos años los países del Triángulo Norte viven un profundo proceso de remilitarización de la sociedad y el Estado bajo el argumento de la lucha contra la criminalidad. La estrategia del involucramiento militar en funciones civiles supone graves riesgos para los derechos humanos, tiene un alto costo humano y profundiza los niveles de victimización. Como lo señala Víctor Meza, en el caso de Honduras su intervención en la vida nacional “ha sido una permanente pesadilla”. Lo demuestran dos de los eventos más trágicos de nuestra frágil democracia:
Primero, las torturas, desapariciones, ejecuciones arbitrarias y otras graves violaciones a derechos humanos cometidas por militares entre 1980 y 1993; y segundo, su papel en el golpe de Estado en 2009, cuando fueron responsables de muertes, represión de manifestaciones públicas, detenciones arbitrarias de miles de personas, torturas, tratos crueles, inhumanos y degradantes, abusos sexuales, serias restricciones arbitrarias al derecho a la libertad de expresión y graves vulneraciones a los derechos políticos. Y actualmente, a partir del gobierno del presidente Juan Orlando Hernández, las denuncias de violaciones a derechos humanos cometidas por militares han aumentado considerablemente. De acuerdo con Human Rights Watch, solo entre 2012 y 2014 “policías militares han sido acusados de al menos nueve asesinatos, más de 20 casos de tortura y cerca de 30 detenciones ilegales”.
A pesar que en un Estado de derecho prevalece la exigencia de que los asuntos de seguridad ciudadana sean de competencia exclusiva de cuerpos policiales civiles, los sucesivos gobiernos han cedido a los militares tareas que van más allá del apoyo a las autoridades civiles: patrullan calles, instalan retenes y controles de revisión, desmantelan centros de distribución de drogas, realizan arrestos y cateos, y dirigen diferentes organismos de inteligencia e instituciones civiles clave. Lo poco que se había logrado con la desmilitarización en Honduras a mediados de los 90, recibió su tiro de gracia con la creación en 2013 de la Policía Militar de Orden Público y con el nombramiento de un militar en activo al frente de la Secretaría de Seguridad.
Esta remilitarización se ha sustentado en un discurso cuyos efectos de poder se manifiestan en la asignación presupuestaria, en la remodelación de la normativa e institucionalidad para adaptarla a la lógica militar y en la construcción de una opinión pública favorable a la cultura militarista. De esta manera, se ha introducido en el imaginario social la idea de que el despliegue militar en las calles es la vía democráticamente idónea para combatir la violencia y la criminalidad, lo cual ha servido como marco legitimador de la práctica militarista y su aceptación social, y de la consolidación de las Fuerzas Armadas como la única institución capaz de salvar la democracia y nuestro modo de vida de sus nuevos enemigos: los narcos, los mareros, los sicarios y los extorsionadores.
Para sostener este modelo de remilitarización se requieren importantes recursos financieros que en muchas ocasiones se asignan en detrimento de las partidas presupuestarias destinadas a garantizar los derechos a la salud y a la educación que, en sociedades tan desiguales como la hondureña, constituyen herramientas fundamentales para reducir las desigualdades y potenciar las capacidades básicas del ser humano, especialmente de los sectores más vulnerabilizados. Cuando se comparan las cifras de 2015 y 2016, se evidencia que la partida conjunta consignada a Defensa y Seguridad es la única que ha experimentado un incremento del 6.8% al 8.8% en el presupuesto nacional, el equivalente a la partida de la Secretaría de Salud. Como lo señala el Centro de Estudio para la Democracia, el gobierno “está destinando similar cantidad de recursos para compra de armas, vehículos o patrullas policiales y militares, uniformes militares, salarios para policías y militares, que lo que orienta a la compra de medicamentos, equipamiento de hospitales públicos, mejoramiento de la infraestructura sanitaria, etc.”
Por otra parte, el 5 de julio de 2011 fue aprobada la Ley de Seguridad Poblacional —conocida como “Tasa de Seguridad”— que a octubre de 2015 había generado al Estado unos 400 millones de dólares, producto de gravar las transacciones bancarias con una tasa del 0,3%. Además de su manejo opaco, la mayor parte de estos recursos han sido destinados a Seguridad, Defensa e Inteligencia (87%), a prevención (7%), al Ministerio Público y el Poder Judicial (5%), y a las alcaldías (1%). Resulta evidente la desigualdad en la distribución, ya que con los recursos asignados a defensa y seguridad se podría contratar un 200% más del personal que actualmente tiene el Poder Judicial y un 600% más del que tiene el Ministerio Público.
Si la falta de una investigación imparcial y efectiva es una de las razones fundamentales que causan los altos índices de impunidad en el país y si el presupuesto es el mejor indicador para conocer cuáles son las prioridades de un gobierno, la distribución antes detallada muestra que la prioridad del actual gobierno hondureño no es fortalecer suficientemente las instituciones investigativas del Estado, sino apostar a la represión y al fortalecimiento militar. Ante esta situación, es pertinente recordar lo señalado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, instalada después del golpe de Estado en Honduras, que recomendó “revisar la función de las Fuerzas Armadas, incluyendo la supresión de cualquier misión de carácter político para las mismas, así como establecer claramente la prohibición de utilizarse para funciones policiales, a no ser en caso de estado de excepción, de conformidad con las prescripciones que al efecto establece el sistema interamericano de protección de derechos humanos y bajo un control judicial independiente”.
Publicado en El Faro.net el 30 de junio de 2016.
Fuente: https://elfaro.net/es/201606/opinion/18869/La-militarizaci%C3%B3n-nos-saldr%C3%A1-cara.htm
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