En el país existen tres grupos de ciudadanas y
ciudadanos plenamente identificables. En un primer grupo están aquellas y
aquellos que trabajamos por el cumplimiento de la promesa constitucional de un
Estado de derecho que garantice el bienestar económico, social, cultural,
político y ambiental de la población, y cuyo norte sea la protección de la
dignidad humana.
Para estos ciudadanos y ciudadanas el Estado y sus
instituciones deben garantizar que todas y todos estemos sometidos a la
Constitución y a las leyes, que exista un equilibrio entre los poderes públicos
y se evite el absolutismo, que las actuaciones de la administración pública
sean acordes con la legalidad y que el respeto y realización de los derechos
humanos sea un objetivo estratégico.
En un segundo grupo están aquellas y aquellos que
sin tapujos han apostado por el control y
sometimiento absoluto de la institucionalidad, por la profundización de un
modelo autoritario, excluyente y militarizado, y por el rompimiento del orden
constitucional y el uso de la fuerza como mecanismo para lograr sus fines
particulares, limitar gravemente las libertades y debilitar la presión social y
la crítica pública.
Para
estos ciudadanos y ciudadanas, el Estado y sus instituciones son un botín y una
herramienta para garantizar la concentración de la propiedad y la
riqueza social en su beneficio. Con su imagen de demócratas se esconden detrás
de lo que Fernando Bustamante llama, “mafias
y corporaciones disfrazadas de partidos políticos”.
Y en un tercer grupo se
encuentra una masa de personas que navega en la indecisión y creencia que estos
asuntos están alejados de su realidad, y que no le afectan en su vida cotidiana,
ignorando que la
corrupción política constituye una sustracción de los recursos destinados a la
realización de la dignidad humana.
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