La militarización de la seguridad ciudadana ha
generado una tensión entre la normalidad y la excepcionalidad, que no es otra
cosa que la tensión entre el Estado de derecho y el Estado a secas, ya que no todo Estado es un Estado de derecho, pues este es
una forma de organización jurídico-política caracterizada, entre otras cosas,
por la incorporación al
ordenamiento jurídico constitucional de unos valores considerados fundamentales
para la comunidad.
Dentro de esos valores superiores se encuentra la
seguridad, que es indispensable para que se realicen las condiciones de una
vida social inseparable de la dignidad humana, de sus libertades y derechos. En
palabras de Gerardo Ballesteros de León, la seguridad como valor superior “impone
principios de organización que se forjan desde la familia, el barrio, la
comunidad y el Estado a través de las normas, las instituciones y las políticas
públicas”.
Y como lo señala la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, todo el aparato gubernamental y todas
las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder
público deben ordenarse de manera que las autoridades puedan ser capaces de
prevenir, investigar y sancionar cualquier violación a tales derechos y
libertades, y procurar, además, la
restitución, si es posible, del derecho vulnerado y, en su defecto, la
reparación de los daños producidos por dicha violación.
Dado
que un Estado sólo se justifica y legitima en la medida que reconoce, protege y
promueve tales derechos y libertades, y asegura el buen funcionamiento de
las instituciones y el cumplimiento efectivo y equitativo de sus
responsabilidades en materia de justicia, seguridad, educación o salud, la
vigencia del Estado de derecho se constituye en una conditio sine qua non para la efectiva garantía de la seguridad de
la ciudadanía.
De acuerdo con la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, los derechos humanos permiten abordar la criminalidad y la
violencia, y su impacto en la seguridad ciudadana mediante (a) el
fortalecimiento de la participación democrática, (b) la implementación de
políticas centradas en la protección de la persona humana, (c) la garantía de
los derechos particularmente afectados por las conductas delictivas como los
derechos a la vida, a la integridad, a la libertad personal, a las garantías
procesales y al uso pacífico de los bienes; y (d) la garantía de los derechos a
la educación, a la salud, a la seguridad social y al trabajo, entre otros.
La perspectiva de los derechos humanos es lo que
caracteriza a las políticas de seguridad ciudadana propias de un Estado de
derecho, pues no se basa en la lógica de aprovechar el sentimiento de
inseguridad y vulnerabilidad que provoca la criminalidad para instalar en la
opinión pública la necesidad de convertir a los militares en los agentes
redentores de una sociedad sometida al miedo, y que a cambio está dispuesta a
renunciar a sus propias libertades y derechos para concederle a ellos
facultades excepcionales y abrir el camino a lo que Andrés Domínguez Vial
llama, las “dictaduras dulces”, nacidas de la renuncia de los valores
democráticos y de la libertad en favor de la militarización de la seguridad
ciudadana.
La gobernanza democrática y el Estado de derecho
exigen una separación clara y rigurosa entre la seguridad interior que es facultad
exclusiva de la fuerza policial y la seguridad nacional como función de las Fuerzas
Armadas, que en casos excepcionales podrían apoyar temporalmente y con límites
muy precisos a la primera. Garantizar la seguridad ciudadana implica la
organización de instituciones policiales de carácter civil y claramente
diferenciadas de las Fuerzas Armadas, que con un cursito de unos cuantos meses
no van a cambiar la lógica militar del
combatiente que tiene la misión de acabar con el enemigo, por la lógica de
proteger y garantizar los derechos y libertades de la ciudadanía.
Recurrir
a los militares para tareas policiales entraña un riesgo muy alto para la
gobernanza democrática y solo retrasa y complica las profundas reformas
normativas e institucionales necesarias para acabar con tantas décadas de
corrupción, impunidad, desconfianza en las instituciones y acentuación
de una cultura cívica que tolera la ilegalidad.
Estas reformas deben garantizar (a) una verdadera
separación de poderes que permita un efectivo mecanismo de pesos y contrapesos
del poder público, (b) una administración de justicia sólida y eficaz, (c) una
política criminal congruente con los derechos humanos, (d) un replanteamiento de las políticas sociales
que promuevan y aseguren el pleno desarrollo de la
dignidad humana, y (e) una política pública de reparaciones que subsane la
cohesión y el tejido social fracturados por la violencia y la impunidad.
La
mejor estrategia en la lucha contra el crimen y la violencia es la construcción
de una política pública que se caracterice por los siguientes elementos: En
primer lugar, que surja de amplios consensos
políticos y acuerdos sociales que permitan reflexionar sobre las diferentes
dimensiones de los problemas que originan la criminalidad, y conduzcan a su
abordaje integral.
En segundo lugar, que
asegure unos estándares especiales de protección que requieren aquellas
personas o grupos de personas en especial situación de vulnerabilidad frente a
la violencia y el delito; y en tercer lugar, que garantice la participación permanente
de una ciudadanía activa que acredite el carácter democrático e incluyente del
debate público alrededor del fenómeno de la violencia.
Es imprescindible que la
política pública no solo tenga una naturaleza represiva enfocada en acciones
eminentemente de “mano dura” o de “cero tolerancia”, sino también que tenga un
carácter preventivo que incluya programas orientados a intervenir en las
condiciones de extrema pobreza, exclusión social y negación de derechos fundamentales
como la educación, la salud, la vivienda, el empleo, entre otros.
La reducción de la
violencia y la criminalidad solo podrá ser posible si se diseña e implementa
una política pública en seguridad ciudadana con enfoque de derechos humanos que
tenga garantía de continuidad, es decir, que sea asumida como un asunto de
Estado y que su ejecución no se vea afectada continuamente por los cambios de
gobierno.
A su vez, que esté
respaldada por un marco jurídico adecuado, congruente con los estándares
internacionales en la materia y provisto de una reglamentación que lo
instrumentalice; que tenga un presupuesto suficiente para potenciar la
implementación de la política pública y garantizar su efectividad; y finalmente,
que garantice una integración institucional que refleje la visión integral y el
compromiso de todas las ramas del poder público.