Joaquín A. Mejía R.
(Publicado en Revista CEJIL. Debates sobre Derechos Humanos y el Sistema Interamericano, Número 3, Año II, Buenos Aires, Argentina, septiembre de 2007, pp. 58-69)
No hay duda que se han dado pasos importantes en el reconocimiento de la justiciabilidad de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) tanto en el ámbito nacional como internacional; sin embargo, dicho avance es insuficiente ante la escandalosa y creciente desigualdad económica y social que condena a millones de personas a vivir en condiciones infrahumanas.
Desafortunadamente, los Estados se preocupan cada vez menos por enfrentar tal situación y se amparan en la excusa de no contar con los recursos suficientes; sin embargo, no sólo es una cuestión de «falta de recursos, sino también de la reticencia, negligencia y discriminación que demuestran gobiernos y otros agentes» (Amnistía Internacional 2005: 9) para pasar de las simples declaraciones y buenas intenciones, a acciones concretas que materialicen la liberación del ser humano del temor y la miseria, como fue proclamado por la Declaración Universal de DDHH.
De esta forma, se consolida el círculo vicioso de la desigualdad en el que los más pobres tienen pocas posibilidades de incidir en las decisiones políticas que les afectan (exclusión política) y por eso, en muchas ocasiones, los gobiernos no toman en cuenta sus intereses que les permita superar la situación de pobreza (exclusión social) (PNUD 2005: 60). De aquí deriva que sin los DESC, el ejercicio de los derechos civiles y políticos (DCP) resulta restringido, y en consecuencia, quebrantadas las bases de la democracia que junto a los DDHH y el Estado de Derecho, «constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros» (Corte IDH 1987: párr. 26).
Nadie discute que los DCP tienen considerable valor, pero ¿de qué sirve la libertad que promueven si está limitada, y en ocasiones anulada, por el analfabetismo, el hambre, la enfermedad, la discriminación y la pobreza? Por ende, aunque los DCP importan mucho, «las personas se verán restringidas en lo que pueden hacer con esa libertad si son pobres, están enfermas, son analfabetas o discriminadas […]» (PNUD 2005: 20-21).
Frente a esta realidad, los DESC se presentan como un medio para reducir las desigualdades y potenciar las capacidades del ser humano que le permita acceder a los recursos para disfrutar de un nivel de vida digno y participar activamente en la vida comunitaria y en las decisiones políticas transcendentales. Y así, los DESC se constituyen en un factor imprescindible de cohesión social y legitimación política.
Dada la importancia de estos derechos, cabe preguntarse ¿por qué se les ha considerado de segunda clase?, ¿por qué su protección normativa no es tan amplia y garantista como la de los DCP?, ¿por qué los tribunales nacionales e internacionales reconocen que todos los DDHH son indivisibles, interdependientes y sin jerarquía entre ellos, pero su práctica jurisprudencial contradice tal afirmación?, ¿por qué las constituciones políticas y los instrumentos internacionales condenan su ejercicio a la disponibilidad de recursos?
Responder a lo anterior nos lleva a revisar el discurso hegemónico que legitima el carácter casi utópico de los DESC (Hayek 1979: 172-180), sustentado en una serie de mitos que niegan su valor jurídico y los define como «meras declaraciones de buenas intenciones, de compromiso político […]» (Abramovich y Courtis 2004: 19), y que en nombre de un fundamentalismo económico, los encasilla en la lógica del costo y beneficio.
Ante ello, es cuestionable hablar de un auténtico Estado de Derecho si no hay una efectiva realización de todos los DDHH, pues en virtud de su carácter indivisible es insostenible la creencia en la superioridad de unos sobre otros, ya que la dignidad de una persona no puede dividirse en dos fracciones como si se tratase de «dos mundos» (Sanchís 1998: 116) distintos: el de los DCP y el de los DESC.
En esa línea, es rechazable hablar de categorías de DDHH, pues ellos constituyen un complejo integral e interrelacionados entre sí, a tal grado que «forman un entramado único al servicio de la autodeterminación individual; cualquier pieza del entramado es necesaria para dicha autodeterminación, y sólo el conjunto es suficiente» (García 2000: 390), ya que al complementarse componen el «estatuto básico» del ser humano (García 2003: punto 3).
Considerando las anteriores reflexiones, en el presente artículo trataré de desvelar la debilidad del fundamento de 5 mitos que rodean a los DESC e insistiré en que el funcionamiento de la convivencia humana depende esencialmente de la plena efectividad de todos los DDHH, releídos con los lentes de la indivisibilidad, ya que la base sobre la que descansan sociedad y Estado, es el reconocimiento y la garantía de tales derechos para todos (as).
MITO Nº 1: QUE LA DECLARACIÓN DE 1789 NO TENÍA UN CONTENIDO «SOCIAL».
Los antecedentes modernos de los DDHH se encuentran en dos importantes declaraciones de derechos, la estadounidense de 1776 y la francesa de 1789, las cuales, a pesar de contener fórmulas como la búsqueda de la felicidad de todos, el bien y la utilidad común, se caracterizan por darle un lugar privilegiado a las libertades individuales.
En relación con la Declaración francesa, es innegable que su contenido está marcado por derechos de carácter liberal; sin embargo, al hacer una relectura de la misma, descubrimos ciertas cuestiones vinculadas a la igualdad en el goce de los derechos, ya que no hay duda de que en ese momento «la desigualdad resultaba tan odiosa como la falta de libertad, y que la lucha por la abolición de los privilegios estamentales de que disfrutaban tanto el clero como la nobleza fue una de las causas, quizá la principal, de la Revolución» (García Manrique 2001: 268-269).
Por ello, no es extraño encontrarnos referencias sociales tales como las limitaciones impuestas a la propia libertad (art. 4), la no perturbación del orden público (art. 7), la privación de la sacrosanta propiedad por causa de necesidad pública (art. 17) y la existencia de algunos escritos prerrevolucionarios (por lo menos 8 proyectos de Declaración) en los cuales se habían deducido algunos DESC a partir del principio de fraternidad. En consecuencia, podríamos afirmar que «la cuestión de los derechos sociales- de las ayudas públicas y de la instrucción pública, en el lenguaje de la revolución- son cuestiones constitucionales desde el principio, desde 1789, aunque después tales derechos sólo encontrarán una provisional consagración formal en los célebres artículos 21, 22 y 23 de la Declaración jacobina de 1793» (Fiorovanti 1996: 94) que contienen derechos como la asistencia pública (que incluye los derechos al trabajo y a la existencia) y la educación.
En ese sentido, las reivindicaciones asumidas inmediatamente en la Revolución para que el Estado ampliara sus responsabilidades sociales se recogieron en la Constitución de septiembre de 1791, que constituyó el complemento de la Declaración de 1789. Y la Declaración de 1793, también incluyó otros DESC que permitieron establecer que la sociedad tiene el deber de respaldar a los ciudadanos más infortunados, «sea procurándoles trabajo, sea garantizándoles un mínimo de subsistencia a aquellos que no están en condiciones de trabajar» (Art. 21 de la Declaración Francesa de 1793).
Sobre la base de lo anterior, se puede deducir un relativo contenido social de esta Declaración, lo cual no significa ignorar el hecho de que en la contradicción libertad económica-igualdad de condiciones, se favoreció a la primera, aunque es imposible comprender la Revolución en su conjunto si se desconoce su tendencia hacia la segunda.
Si bien hay que reconocer que los DCP ocuparon un lugar predilecto en la teoría jurídica del momento, ese privilegio no puede ocultar que la idea de los DESC ha estado presente desde la etapa inicial de la historia de los DDHH, por lo que «el hecho de que, más adelante, sean ignorados no se debe tanto a razones teóricas cuanto a los intereses de la burguesía triunfante y, en realidad, las razones del socialismo democrático de los siglos XIX y XX están ya presentes en la Revolución francesa» (García 2001: 377).
Con todo lo señalado, se puede concluir que desde un inicio los DESC fueron ignorados por motivos político-ideológicos y no jurídicos, desvirtuándose así la creencia sobre su carácter débil; tampoco se puede sostener que existe una absoluta prioridad histórica de los DCP, por lo que la fantasía de las llamadas generaciones de derechos es jurídica e históricamente infundada (Cançado 2001: 132); desafortunadamente, la misma se ha traducido en prioridad axiológica, y como consecuencia, se ha distorsionado la naturaleza de los DESC al grado de ocupar un lugar menos privilegiado en las constituciones políticas y en los instrumentos internacionales desde la Revolución hasta nuestros días.
Y todo ello también ha significado que para millones de personas, «el grito de la revolución francesa (“libertad, igualdad y fraternidad”) ha quedado reducido a una libertad contra la igualdad y contra la fraternidad» (González 2002: 2), y desdichadamente, pareciera que en vez de avanzar en el proyecto y promesa de una sociedad cimentada en la igualdad, el mundo «tiende a retroceder a los estatutos de la Edad Media […] en el que la cohesión social está minada por la oposición entre incluidos y excluidos» (Nair 2004: 276).
MITO N° 2: QUE GENERAN OBLIGACIONES DISTINTAS.
PÉREZ LUÑO señala que los DDHH nacen con marcada impronta individualista, como libertades (Pérez 2005: 605). Por ello, en los orígenes del Estado liberal era inconcebible para la teoría política y jurídica de la época hablar de DESC, ya que el concepto de derecho subjetivo estaba reservado sólo para los DCP que constituían una coraza contra cualquier intervención estatal en las esferas de la libertad natural del individuo (Baldasarre 2001: 15).
De ahí la afirmación de que los DESC tienen una naturaleza distinta a la de los DCP debido a un «defecto de nacimiento» que no les permite ser justiciables y exigibles (Abramovich y Courtis 2004: 21). En ese sentido se plantea que los DCP sólo generan obligaciones negativas por parte del Estado, mientras que los DESC generan obligaciones positivas; en el primer caso, el Estado se limita a no interferir; en el segundo, debe realizar diversas acciones para atender las demandas sociales. Se apunta que los primeros son derechos frente a los cuales el Estado está obligado a un resultado concreto, que es el de un orden jurídico-político que los respete y garantice; mientras que los segundos contienen obligaciones de medio o de comportamiento, lo que implica que para determinar si un Estado los ha violado, no basta con demostrar que no han sido satisfechos, sino que el comportamiento del poder público en orden a alcanzar ese fin no se ha adecuado a los estándares apropiados.
Sin embargo, es fácil demostrar que todos los DDHH se caracterizan por contener «un complejo de obligaciones negativas y positivas de parte del Estado» (Abramovich y Courtis 2004: 24) y por «el carácter prestacional o participativo [que] también puede ser un atributo de [los DCP]» (Cascajo 1988: 72); por tanto, es rechazable creer que existe un derecho puro en el sentido de generar exclusivamente un tipo de obligaciones; sólo piénsese por ejemplo, en las acciones positivas del Estado para asegurar la celebración de elecciones, el mantenimiento de vías de comunicación para asegurar la libertad económica, el funcionamiento de los registros públicos para asegurar el derecho a la propiedad, la estructuración del sistema judicial, entre otros. Incluso, autores como HAYEK, uno de los promotores del Estado mínimo, admite que algunos DCP necesitan que el Estado adopte ciertas acciones positivas para facilitar su ejercicio (Hayek 2006: 304 y 306).
Por otro lado, piénsese en algunos DESC como la libre sindicación y la huelga, que se caracterizan por (i) la ausencia de una obligación prestacional del Estado y (ii) la existencia de una obligación negativa para que los poderes públicos se abstengan de interferir en su ejercicio; es decir que, a pesar de estar dentro de la «categoría» de los DESC, se instituyen con la misma técnica jurídica que los DCP (Abramovich y Courtis 2004: 23-24).
En consecuencia, no puede hablarse de obligaciones negativas y positivas puras, aunque sí es posible «afirmar una diferencia de grado en lo que se refiere a la relevancia que las prestaciones estatales tienen para uno y otro tipo de derechos» (Contreras 1994: 21). Tampoco se debe seguir fraccionando a los DDHH en dos «clases» en razón de la supuesta diferencia de las obligaciones que generan, ya que ello implicaría que algunos derechos como los de huelga y libertad sindical dejarían de ser DESC, y otros derechos como la asistencia letrada gratuita, dejaría de ser un DCP (Cossio 1989: 115-116).
En esa línea, la Comisión Africana de DDHH y de los Pueblos ha señalado que existe una combinación de obligaciones positivas y negativas que los Estados deben cumplir y aplicar a todos los DDHH (CADHP 2002). Por su parte, la Corte Interamericana (Corte IDH) ha sostenido que la obligación de los Estados de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos implica el deber «de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público» (Corte IDH 1988: párr. 166). Por tanto, para que los DCP tengan relevancia práctica y no queden en simple retórica constitucional o convencional, necesitan la conjugación de obligaciones estatales de no hacer y de hacer (Carbonell 2005: 48).
Concluyentemente podemos afirmar que clasificar los DDHH en función de los criterios que se han expuesto, hace que incurramos en un error axiológico que debilita el resguardo del todo, pues «la esencia de todos los DDHH es la misma: la dignidad humana» (Texier 2004: 13) y para protegerla, es necesario la acción positiva y negativa de todos los poderes públicos.
MITO N° 3: QUE SON DE ORIGEN Y TITULARIDAD DISTINTA.
Se sostiene que los DCP son el resultado de la lucha de la burguesía para acabar con los privilegios del Ancien Régimen, mientras que los DESC son el fruto de la lucha de la clase trabajadora para cambiar el estado de explotación laboral y promover su acceso a los DCP; en otras palabras, los primeros serían «derechos burgueses», como los llamó Marx, y los segundos, «derechos de los trabajadores». Sin embargo, aceptar esta visión supone obviar el papel preponderante que desempeñaron las clases populares en las revoluciones de 1776 y 1789, y desconocer que «derechos burgueses» como la libertad de prensa y opinión, fueron instrumentos decisivos para las clases trabajadoras al momento de luchar por el reconocimiento efectivo de los DESC (Contreras 1994: 23).
Si bien es cierto los DDHH nacieron como «expresión ideológica del triunfo de la burguesía» (Díaz: 29), destinados fraudulentamente a proteger un grupo específico de la sociedad-el hombre, el blanco y el propietario-, también es innegable que con el tiempo, su rasgo humano ha desbordado los límites de las fronteras burguesas y su reconocimiento se ha ido ampliando a todos los seres humanos. Pero además, han pretendido no sólo superar el carácter clasista con el que irrumpieron en la historia, sino también llenar sus propios vacíos extendiendo su cobertura a otros espacios y bienes complementarios a la libertad negativa. De ahí que se pueda afirmar que los DESC se constituyen en el remedio de las deficiencias y limitaciones del liberalismo clásico (González 2002: 2), y hoy, en cierta medida, en inmunidades frente al mercado. (Añón 2002: 286-290).
Por otro lado, los DCP, como productos de la teoría liberal individualista, fueron concebidos como inherentes a «un modelo de sujeto de Derecho de espaldas a la experiencia social» (Pérez:637), es decir, un modelo abstracto de una «persona sin atributos», mientras que los DESC han propiciado una imagen del sujeto que corresponde a una idea real y concreta del ser humano, al asumirlo en el conjunto de sus necesidades e intereses (Pérez 2005: 637). Consecuentemente, se puede afirmar que los DCP nacen como derechos innatos al sujeto inmerso en su individualidad, y preexistentes al Estado, cuya única obligación es reconocerlos y respetarlos; en cambio, los DESC facilitan al individuo «sustraerse» de su aislamiento para ser integrado «por la sociedad, permitiéndole beneficiarse, y al mismo tiempo, contribuir al bienestar colectivo» (Contreras 1994: 27).
Debido a esta concepción histórica, se sostiene que los primeros son derechos ejercidos individualmente mientras que los segundos son colectivos. Sin embargo, es importante subrayar que todos los DDHH son derechos individuales en el sentido de ser ejercidos por individuos concretos, ya sea en solitario o en comunidad, constituyéndose en un elemento equilibrante entre la individualidad y la sociabilidad (Nair 2004: 60).
Con ello no se niega que algunos derechos tienen consecuencias jurídicas si se ejercen junto con otros individuos, pero no forzosamente caen dentro de este campo los DESC. Piénsese en los derechos al voto y a la inviolabilidad del domicilio; el primero sólo genera consecuencias jurídicas si se realiza colectivamente; el segundo también puede ser de titularidad colectiva como en el caso de las instituciones o asociaciones con personalidad jurídica. Por otro lado, el derecho a la libertad sindical, implica tanto la libertad individual de cada persona para pertenecer o no a un sindicato y el derecho a realizar colectivamente todas las actividades relacionadas con su pertenencia al mismo.
Es oportuno destacar que la Corte IDH ha establecido que los DESC tienen una dimensión individual y una colectiva (Corte IDH 2003: párr. 147); y en la misma resolución el Juez GARCÍA RAMÍREZ entiende que «esa dimensión individual se traduce en una titularidad asimismo individual: de interés jurídico y de un derecho correspondiente, que pudieran ser compartidos […] con otros miembros de una población o de un sector» (García 2003, punto 3).
Por tanto, las diferencias que han separado a los DCP de los DESC en realidad no son más que artificiales, creadas por intereses que a través de la historia han tratado de mantener sus privilegios y beneficios; ayer fue la naciente burguesía, hoy es el mercado y sus agentes. Actualmente, nadie se atrevería a afirmar que los DDHH pertenecen a una determinada clase o grupo social pues es claro que al generar obligaciones erga omnes, exigen que su respeto y garantía sea extensiva a todos los seres humanos sin discriminación alguna.
MITO N° 4: QUE EL VALOR SOBRE EL QUE SE FUNDAMENTAN ES DISTINTO.
De todos es conocido que la pugna ideológica entre el Este y el Occidente llevó a diferenciar a los DDHH en dos «categorías», dependiendo del valor que promueven. De este modo, los DCP se concibieron como derechos que propugnan la libertad, mientras que los DESC como patrocinadores de la igualdad. Así, se ha consolidado la supuesta oposición entre libertad e igualdad (Hayek: 172-180).
Dicho antagonismo hoy sigue siendo actualizado por los promotores del libre mercado, que consideran que únicamente la igualdad formal es compatible con la libertad, ya que cuando el Estado trata de igualar materialmente a las personas por medio de la justicia distributiva, produce distorsiones en el orden espontáneo en que se fundamenta el mercado y violenta su obligación de garantizar los derechos vinculados al valor libertad (Hayek 20006: 123-129).
De esta manera, HAYEK señala que la libertad es un estado en el que la persona no está sujeta a la coacción arbitraria del Estado y así, queda enmarcada dentro de la noción de «libertad de» protegida por los DCP. Por tanto, para él es un error vincular «libertad» con «capacidad» y «recursos», y en consecuencia, al asociar los DESC con estos últimos sólo se demuestra el cimiento defectuoso en que se fundan (Hayek 2006: 38-43).
En esa línea, NOZICK plantea que aunque la pobreza y las desigualdades sean enormes, el Estado no puede distribuir los recursos a través de los impuestos u otros medios ya que todo gravamen de las rentas del trabajo o de los beneficios económicos es moralmente inaceptable e implica una violación a la libertad individual (Nozick 1974: 167).
Siguiendo a PÉREZ LUÑO, es reprochable que desde estas premisas se insista en afirmar el antagonismo entre libertad e igualdad, y sostener que cualquier avance igualitario implica un menoscabo de la primera (Pérez 2005: 630-631), ya que en realidad no hay razones estructurales para contraponer estos valores pues ambos se conectan estrechamente. Así como se distinguen varios planos de libertad, también se distinguen varios planos de igualdad, a tal punto que, «al momento de la libertad positiva, o libertad como poder, corresponde el momento de la igualdad social, llamada de otro modo igualdad de […] oportunidades: exigir igualdad de las oportunidades significa cabalmente exigir que a todos los ciudadanos les sea atribuida no solamente la libertad negativa o política, sino también la positiva que se concreta en el reconocimiento de los derechos sociales» (Bobbio 1991: 46-47).
De esta forma, todos los DDHH están dirigidos al logro de la igual libertad para que todas las personas puedan desarrollar y fortalecer su autonomía; por ello es que los DESC se presentan como instrumentos para «gozar de un régimen jurídico diferenciado o desigual en atención precisamente a una desigualdad de hecho que trata de ser limitada o superada» (Prieto 2004: 122). Así, «todos los derechos fundamentales son derechos de igualdad, en el sentido de que son atribuidos a todos los individuos por igual; pero sólo algunos derechos fundamentales son considerados, en sentido estricto, derechos de igualdad, en el sentido de que promueven la igualación de las condiciones materiales de la vida» (García 2004: 82), permitiendo el ejercicio de una plena ciudadanía.
PECES BARBA destaca esta particularidad y sostiene que el objetivo de los DESC es promover la igualdad «a través de la satisfacción de necesidades básicas, sin las cuales muchas personas no [podrían] alcanzar los niveles de humanidad necesarios para disfrutar de los derechos individuales, civiles y políticos, para participar en plenitud en la vida política y para disfrutar de sus beneficios» (Peces-Barba 1999: 57-58).
De todo lo anterior se desprende que no hay motivos sólidos para seguir contraponiendo igualdad-libertad como si fueran valores antagónicos. Y si así fuera, habría que preguntarnos ¿cuál es el método correcto para determinar la existencia de la supuesta jerarquía entre ellos? ¿Qué razones hay para preferir la libertad si es obvio que jamás se alcanzará una auténtica democracia mientras las condiciones de igualdad no se hallen satisfechas?
De cualquier forma, no hay duda que ambos valores concretados en derechos buscan la máxima expresión de la dignidad humana, y es aquí donde el Estado debe utilizar sus poderes para promover objetivos que se sitúan en el corazón de una sociedad democrática: la igualdad y la libertad (Fiss 1999: 12 y 41). Por desgracia, hoy en día la tendencia es reducir esos poderes a simple gendarmería para proteger la inversión del capital y el buen funcionamiento del mercado, y convertir al Estado en árbitro del sálvese quien pueda, en donde los más débiles, a quienes los DESC buscan fortalecer, siguen siendo los perdedores.
Por tanto, para alcanzar la igualdad material que fortalezca la autonomía individual, se necesita un Estado fuerte, capaz de promover una sociedad democrática de plena participación en la que hombres y mujeres libres e iguales converjan entre la autonomía y la sociabilidad, entre la afirmación individual y la responsabilidad social, y en donde la libertad e igualdad se refuercen recíprocamente (Kaplan 1996: 281), ya que, como lo señala la Corte IDH, «la noción de igualdad se desprende directamente de la unidad de naturaleza del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona […]» (Corte IDH 1984: párr. 55). En ese sentido, todos los DDHH se constituyen en técnicas esenciales mediante las cuales tanto la libertad como la igualdad se convierten en fines supremos a perseguir en una sociedad que se precie democrática.
MITO N° 5: QUE SON DERECHOS «CAROS».
Desde diversos sectores se insiste que los DESC son inviables debido a la crisis fiscal que generan al tratar de equilibrar el disfrute del bienestar general. El Estado es acusado de la recesión económica, la inflación, el desempleo, la crisis fiscal, y el aumento de la deuda pública (Martínez 1994: 249), debido a su excesivo intervencionismo en la distribución de recursos; en ese sentido, se señala que los DESC, al requerir acciones positivas del Estado, resultan ostentosamente caros en relación con los DCP que sólo requieren la abstención estatal. A su vez, se postula que la implementación de los DESC está condicionada por los recursos económicos estatales, mientras que los DCP se ejercen con independencia de dichos recursos y que no representan grandes costos para el presupuesto público.
No obstante, tales argumentos teóricos contrastan con la realidad pues no se puede ignorar que la protección de los DCP depende fundamentalmente del financiamiento estatal; ejemplo de ello es que sólo en Estados Unidos el gobierno gastó entre $300 y $400 millones de dólares para las elecciones de 1996, con lo que se demuestra que el derecho al voto no es menos costoso que cualquier otro derecho; en 1992, se invirtieron aproximadamente $73 billones en protección policial, especialmente en resguardo del derecho a la propiedad privada, cantidad que representa mucho más que el PIB de más de la mitad de los países en el mundo; en 1996 el Departamento de Justicia gastó $23 millones en programas de protección de testigos; en 1989 un estudio reveló que la media de gasto por cada juicio con jurado le cuesta al contribuyente estadounidense aproximadamente $13 mil (Holmes y Sustein 1999: 15, 25, 64, 93, 95).
Si le echáramos un vistazo a numerosos presupuestos nacionales comprobaríamos que la inversión pública para garantizar DCP como la vida, seguridad, acceso a la justicia, entre otros, muchas veces supera la inversión social. Para poner un ejemplo más, en 1995 el costo de la seguridad en Brasil rondaba el 6,5% del PIB, llegando al 10% en el 2000, mientras que el presupuesto destinado a educación era un tercio de lo que se gastaba en prevención y costos de la violencia (Petrissans 2005: 214).
Por otra parte, en el ámbito internacional el monto que los países desarrollados destinan a la lucha contra el VIH/SIDA representa tres días de gasto en armamento; y para financiar las intervenciones básicas en salud que podrían evitar la muerte de tres millones de niños al año, sólo se necesitarían US$ 4.000 millones, o sea, alrededor del 3% del aumento en el gasto militar (PNUD 2005: 105).
Por tanto, no hay fundamento para hablar de derechos caros y derechos baratos; el derecho a la libertad de contrato no es menos costoso que el derecho a la salud, ni el derecho a la libertad de expresión no es más barato que el derecho a una vivienda digna; en fin, todos los derechos necesitan del erario público (Holmes y Sustein 1999: 15).
En ese sentido, si todos los DDHH tienen un «costo público» más o menos igual, no hay razón fuerte para determinar la aplicabilidad inmediata de unos y la progresiva de otros; por ello, la decisión de colocar a unos y a otros en diferentes «categorías» y con diferentes grados de implementación, no es una cuestión jurídica o económica, sino política.
De cualquier forma, es un argumento débil utilizar una razón económica para caracterizar la naturaleza de los DESC, ya que «el recorte jurídico-estructural de un derecho no puede ni debe confundirse con la cuestión de su financiación. Si estas dos dimensiones fuesen indisociables, entonces no se comprendería que ciertos derechos-como los derechos de acceso a los tribunales y de acceso al derecho- pudiesen ser considerados tranquilamente derechos directamente aplicables cuando, sin embrago, dependen de prestaciones estatales [...]. La ‘reserva de las arcas del Estado’ supone problemas de financiación pero no implica el ‘grado cero’ de vinculación jurídica de los preceptos consagradores de derechos fundamentales sociales» (Gomes 1998: 45). En el mismo sentido, el goce de los DESC no depende de la disponibilidad de recursos, sino más bien de la asignación de los recursos disponibles (Carazo 1999: 190), y es claro que la mayor parte de los mismos se asignan a la protección de los DCP.
Por tanto, si es evidente que los DCP no son esencialmente baratos, entonces ¿cómo se explica que las naciones pobres pueden cubrir los costos de estos derechos pero no los de los DESC? Ciertamente, podríamos responder que es una cuestión de opción y voluntad política (PNUD 1991), ya que si la disponibilidad de recursos limita el goce inmediato de los DESC, entonces tomándonos en serio los DCP, conscientes de que son derechos caros, los países pobres tampoco podrían costeárselos (Holmes y Sustein 1999: 119). Y si finalmente se demostrara que los recursos disponibles son insuficientes, los Estados no pueden evadir su obligación de «asegurar el disfrute más amplio posible de los derechos pertinentes dadas las circunstancias reinantes» (CDESC 1991: párr. 11), ya que un legítimo Estado de Derecho no puede permanecer pasivo ante el apartheid social en que viven millones de personas.
COLOFÓN
No podemos ignorar que la implementación de los DESC enfrenta serios obstáculos, pero superarlos es una cuestión que concierne a la Democracia y al Estado de Derecho, ya que cuando se reducen las funciones rectoras y promotoras estatales, se experimenta un proceso de regresión, empobrecimiento y frustración de la población, multiplicándose y agravándose los conflictos sociales y las crisis políticas que revierten sobre el Estado, reducen su autoridad, su legitimidad y consenso (Kaplan: 278). América Latina es un ejemplo vivo de ello ya que no es de extrañar que la proporción de latinoamericanos y latinoamericanas que estarían dispuestos a sacrificar un gobierno democrático en aras de un progreso real socioeconómico supera el cincuenta por ciento (PNUD 2004: 13).
Por tanto, la importancia de desmitificar algunos aspectos de los DESC radica en que, por un lado, demuestra que toda clasificación de los DDHH con el objetivo de reducir a unos o a otros es simplemente arbitraria; por otro, ayuda a fortalecer nuestro discurso y práctica para exigir una implementación real de los mismos a través de la justiciabilidad ante las instancias nacionales e internacionales, y de la exigibilidad política, a través de la incidencia en políticas públicas y el impulso de reformas jurídicas.
En consecuencia, es importante que todos los sectores de la sociedad aprovechemos los espacios ganados hasta el momento, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, para (i) indagar y experimentar las diversas formas de exigibilidad y vigilancia social a favor de la plena realización de todos los DDHH (uso de los mecanismos de los sistemas internacionales de protección, demandas ante los tribunales nacionales, activación de los sistemas de denuncia e investigación de las Defensorías del Pueblo, elaboración de planes de seguimiento y monitoreo de políticas públicas, presupuesto nacional, deuda externa, políticas de ajuste, acuerdos comerciales; (ii) aportar en el fortalecimiento de los órganos nacionales e internacionales de vigilancia de los DDHH; (iii) monitorear los informes estatales presentados ante el Comité DESC, así como elaborar informes sombras con alto nivel de calidad; (iv) articular y fortalecer redes nacionales e internacionales que permitan acciones conjuntas en pro de la plena realización de los DESC en todo el mundo (Vera y Manrique 2002).
Y en lo que respecta a los órganos del SIDH, aprovechar al máximo las oportunidades que nos brindan en materia de exigibilidad a través de su amplia jurisdicción ratione materiae; la dinámica interacción entre éstos y los usuarios del sistema mediante los mecanismos de promoción; sus competencias para emitir medidas de protección urgentes; y su extensa competencia sobre reparaciones y supervisión de sus resoluciones (Melish 2005: 175).
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