El golpe de Estado del 28 de junio de 2009 encendió la llama final que desde entonces ha ido consumiendo y reduciendo a cenizas lo poco que se logró en casi 30 años de democracia formal.
El fuego de la extrema pobreza, de la exclusión social, del desempleo y de la desesperación consume lentamente a una población económicamente activa que ve en la migración forzada la única vía de escape para intentar luchar por su dignificación y la de sus familias.
El fuego de las muertes violentas, del sicariato, del secuestro, del asalto, de la tortura, de la desaparición, de la represión, de las escuchas telefónicas y la reducción de derechos, nos empuja brutalmente a la insolidaridad, al sometimiento, al miedo de ser el siguiente y al encierro en nuestras ilusorias seguridades que sólo nos convierten en ciudadanos de baja intensidad que no opinan, que no escuchan, que no ven.
El fuego de la impunidad consume la confianza, las instituciones, la justicia, y el aire se vuelve irrespirable porque está contaminado de corrupción, de los gritos de las víctimas y de la risa triunfal de los victimarios, y del olor de los cuerpos hacinados y calcinados en las universidades del crimen.
¿Acaso también el fuego ha logrado consumir la esperanza y los sueños de un país más justo, solidario, compartido y libre del temor y la miseria?
Ante la violencia pirómana de quienes han secuestrado, desmantelado y convertido al Estado en un Estado policía y militar, hoy más que nunca debemos apostar por el fuego de la esperanza y la solidaridad para purificar la institucionalidad corrupta y la ciudadanía moribunda, y como el ave fénix, resurgir de las cenizas para construir un presente donde la niñez juegue en las calles sin miedo al hambre, la juventud sueñe sin miedo a la violencia y la vejez viva sin añorar un pasado mejor.
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