En la red social Facebook circula una viñeta del mapa de Honduras en color
negro, con una vela encendida en señal de luto y una frase lapidaria que dice
“Honduras está siendo asesinada”.
Las estadísticas nos dicen que Honduras se encuentra en un luto permanente
y le otorgan el título del país más violento del mundo por encima de países que
están en guerras, con 86.5 muertes violentas por cada 100 mil habitantes, casi
8 veces más de lo que la OMS considera como epidemia, pues la media mundial es
de 8,8. San Pedro Sula, con 159 muertes violentas por cada 100 mil es la ciudad
más violenta del mundo y los departamentos de Francisco Morazán, Cortés y Yoro están
dentro de los primeros 10 más violentos del planeta.
Pero detrás de esas estadísticas hay personas
de carne y hueso, con sueños truncados, familias enlutadas, huérfanos y
huérfanas con futuros inciertos y con vidas perpetuamente golpeadas por la
impunidad. Y la muerte violenta que desde el golpe de Estado se ensañó
particularmente contra quienes resistían, ha adquirido una sed de sangre
insaciable que no ve colores, estatus ni ideologías.
Así, sólo en el mes de mayo la mano invisible
de la muerte violenta les ha arrebatado la vida a los campesinos José Efraín
Del Cid, miembro de la
Empresa Campesina Nueva Panamá y a Juan José Peralta, miembro de la Cooperativa
21 de julio, ambos pertenecientes al MUCA del valle del Aguán.
También fueron asesinados los periodistas Erick Martínez, miembro de la
comunidad LGTBI y candidato a diputado por el partido Libre, y Alfredo
Villatoro, periodista de HRN, después de haber permanecido varios días privado
de su libertad por quienes lo secuestraron previamente.
A su vez, fueron asesinados el profesor universitario Miguel Barahona, Edilberto
Solano, dirigente comunal y miembro del partido Libre en Choloma, Cortés, y Jesús
Octavio Pineda, miembro de la corriente Fuerza de Refundación Popular del
Partido Libre y militante activo del colectivo Plaza La Libertad en San Pedro
Sula.
Para agravar la situación, una persona fue asesinada y al menos 13 resultaron
heridas en un nuevo motín en el centro penal de San Pedro Sula; y 4 miembros de
la etnia miskita, dos mujeres embarazadas, dos niños y dos hombres adultos fueron
asesinados por los disparos hechos desde helicópteros artillados pilotados por
militares estadounidenses sobre una embarcación que regresaba desde la barra
del río Patuca a su comunidad.
¿Cuánta más sangre estamos dispuestos a derramar para detener esta
situación? ¿Cuántas vidas más nos costará la sordera que evita el inicio
urgente de un verdadero diálogo nacional sobre las bases de unos acuerdos
mínimos? Cada día que pasa sin hacer nada, nos volvemos cómplices de la muerte
violenta de 20 hondureños y hondureñas.
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