La
Convención Interamericana contra la Corrupción establece que la corrupción
socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad,
el orden moral y la justicia, así como contra el desarrollo integral de
los pueblos.
Cada dólar que
consume el latrocinio y que engrosa las cuentas bancarias privadas es un
recurso que se despoja a los presupuestos de salud, educación, vivienda,
seguridad alimentaria y empleo, lo cual contribuye a la muerte por hambre, por falta de acceso a una vivienda adecuada y
agua potable, por desnutrición y enfermedades curables.
En Honduras se estima que el Estado pierde entre 500
y 600 millones de dólares por año en corrupción que podrían invertirse en
garantizar unas condiciones que promuevan y faciliten la satisfacción de
ciertas necesidades básicas sin las cuales muchas personas no pueden alcanzar
los niveles de humanidad necesarias para tener una vida digna.
En este sentido,
la incidencia de la pobreza, de la desigualdad y la exclusión social tiene una
relación directa con los altos índices de corrupción, lo cual afecta seriamente
la institucionalidad democrática, desnaturaliza la democracia y hace ilusoria
la participación ciudadana, el acceso a la justicia y el disfrute efectivo de
todos los derechos humanos.
Por ello,
no es de extrañar que Honduras sea considerado el país más corrupto de
Centroamérica, el cuarto más corrupto del continente americano y uno de los más
corruptos del mundo, de acuerdo con el informe “Índice de Percepción de la
Corrupción 2012” de Transparencia Internacional.
Sumado a
lo anterior, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación confirmó que el golpe de
Estado no sólo produjo la comisión de graves violaciones a los derechos civiles
y políticos, sino también la comisión de graves actos de corrupción que profundizaron
la vulnerabilidad de los sectores que más sufren el hambre, la enfermedad, la
indigencia, el desempleo y la falta de acceso a la educación básica.
Echando una
mirada a las listas de candidatos en las elecciones internas, nos damos cuenta
que los corruptos continúan presentándose a cargos de elección popular, y por
tanto, así como el general Romeo Vásquez y otros deberían ser considerados
inelegibles por sus antecedentes golpistas, también deberían serlo aquellos
funcionarios, de facto o no, que
aprovechando su condición, cometieron graves actos de corrupción que en la
práctica constituyeron una sustracción de los recursos destinados a la
satisfacción de las necesidades básicas de la población, particularmente de la
más vulnerable.
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