Participar en elecciones genuinas, libres y mediante el voto secreto, es un
derecho fundamental para la salvaguardia de todos los derechos humanos, dado
que sólo un gobierno derivado de la legítima voluntad popular puede
proporcionar la más sólida garantía de que los derechos humanos serán
observados y protegidos.
En este sentido, la realización de las
elecciones debe caracterizarse por su autenticidad, que implica la necesidad de
que exista una correspondencia entre la voluntad de los electores y el resultado
de la elección. En sentido negativo implica que no existan interferencias que
distorsionen la voluntad popular.
Para determinar la autenticidad de un proceso electoral es necesario
analizar las condiciones generales y específicas en que dicho proceso se
desarrolla. Las primeras implican la ausencia de coerciones directas o de
ventajas indebidas para uno u varios sectores, ausencia de ambiente de temor e
inseguridad, ya sea por el uso de la violencia o la proscripción; las segundas,
la ausencia de obstáculos para la emisión del voto.
Con base a lo anterior, las elecciones del 24 de noviembre tienen una
serie de irregularidades que ponen en duda si se cumplieron las condiciones
generales y específicas mencionadas, ya que, entre otras cosas, hubo un manejo
inadecuado de las listas de votantes en las cuales se incluyó personas
fallecidas y se excluyó a otras vivas, hubo compra de votos y de credenciales,
hubo falta de representación de todos los partidos en las mesas y hubo un
despliegue injustificado del ejército y de la Policía Militar como elemento
coaccionador.
Es necesario que el Tribunal Supremo Electoral, la comunidad
internacional y los demás actores políticos involucrados reflexionen sobre la
urgente necesidad de disipar las dudas de fraude que sobrevuelan estas
elecciones pues de lo contrario, seguiremos alimentando la ilegitimidad que
jamás permitirá hacer de Honduras un verdadero Estado democrático de derecho.
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