Sandra
Marybel Sánchez
Obligada por
las circunstancias tuve que acudir a comienzos de esta semana al “templo de
encantadores de serpientes” que tan acertada y gráficamente, describiera el
queridísimo amigo Roberto Sosa, en unas de sus piezas poéticas más conocidas.
Se podría
decir esta vez que fui en “mejores” condiciones que las anteriores, porque no
llegué como “imputada” de un delito, siendo exhibida irrespetuosamente ante y
por los medios de comunicación; a manera de juicio previo, emitido por poderes
fácticos que determinan su dosis de amarillismo, dependiendo de la condición
económica, social o política del acusado.
Fui como
“víctima”. Y mentiría si negara que ir en esa condición, a ese iluminado pero a
la vez oscuro lugar, por instantes me hizo experimentar el placer morboso de tener
en tus manos al “otro”, quizás el mismo que experimentan los torturadores, sólo
que potenciado miles de veces, cuando ejercen el control sobre la vida de sus
atormentadas presas.
Por
supuesto, que esa sólo fue una fantasía momentánea; porque nadie ignora en este
país que llamamos nuestro, aunque no lo sea, y fuera de él también, que allí,
en ese lugar, la justicia se vende “libreada”, como con gran candidez o maldad,
nos lo reconfirmó hace un tiempo, uno de esos politiqueros que han conducido la
patria al despeñadero.
Me presenté
al lugar, convocada por el tribunal que conoce del “requerimiento fiscal” en
contra de un policía, que el 21 de marzo del 2012, junto a por lo menos seis
policías más, amenazaron, agredieron e impidieron mi ejercicio profesional del
periodismo, en medio de la fuerte y prolongada represión que vivía por esos
días en los alrededores del INPREMA, un sector del magisterio nacional.
El caso, se hubiese
evaporado junto a centenares de agresiones impunes que sufrido la prensa
nacional desde el Golpe de Estado de junio del 2009, de no ser porque quien
escribe y el camarógrafo Uriel Rodríguez, (quien compartió conmigo la ferocidad
policial ese día) registramos el incidente, hicimos uso de nuestras
herramientas de trabajo, el con su filmadora y yo con mi cámara fotográfica (inutilizada
en mi intento de salvar la evidencia del ataque), registramos los rostros y los
cuerpos de nuestros agresores.
Pero la
movida en los tribunales no comenzó este miércoles, comenzó meses atrás, con la
audiencia inicial. Allí vi a mi agresor sin la máscara antigases que el día del
vejamen cubría casi totalmente el rostro, escondiéndose detrás del cuerpo de su
abogado defensor (quien también es policía) intentando que no lo identificáramos,
sufriendo la angustia de las consecuencias de su acción.
Sentí pena
por él… y reconfirmé algo que ha martillado mi conciencia desde hace muchísimo
tiempo. La perversidad del sistema, lo tiene allí, en el banquillo de los
acusados.
Esa
perversidad que trastocó su idónea función de servidor público, protector de la
seguridad de las personas, de sus vidas, de integridad física, síquica y moral,
sus libertades, bienes y derechos, según manda artículo 3 de la nueva Ley
Orgánica de la Policía Nacional de Honduras, aprobada apenas ocho meses antes
del quebrantamiento del “orden constitucional”, y lo mutó en agresor de quienes
debieran ser sus protegidos.
Me convencí
a mí misma, que no quiero hacer lo mismo que ellos hacen. Que no quiero concederle
a este sistema inhumano (que hasta el ultraconservador de Juan Pablo II, llamó
capitalismo salvaje), que se ensaña con los más débiles y desprotegidos, el
trofeo de mi pérdida de conciencia, de humanidad.
No dudo que
después de este proceso, en el “templo de encantadores de serpientes” fingirán haber
hecho justicia, sancionando con una condena, lo más leve posible (quizás
revocada después por una Corte de Apelaciones), a este policía perteneciente a
la escala básica.
Pero yo no
quiero ser comparsa de las organizaciones, instituciones, medios de
comunicación, y por supuesto y en primera línea, la cooperación internacional, que
quieren asegurar la sobrevivencia de ese sistema de injusticia, que es servil
con los poderosos y se ensaña con los humildes y empobrecidos.
Así que, en
una determinación estrictamente personal, he decidido conciliar con el acusado.
Bajo la certeza que de nada servirá un prolongado juicio, que aunque desemboque
una sentencia condenatoria, ni siquiera tocará un pelo al tigre rápido y
furioso, que es hoy la policía.
Mi agresor,
que es el mismo de Uriel, también es víctima como nosotros de ese sistema que,
lo formó bajo la disciplina de mando vertical, en la que los “civilones” (sobre
todo los que protestan), aunque sean su familia o amigos, se convierten en
enemigos.
El ejecutó
una orden emitida frente a mí por un superior, al que yo ví y escuché, pero que
el desvencijado y desprestigiado Ministerio Público considera inimputable, aun
cuando por la misma verticalidad de la institución policial, era el responsable
de las acciones de los policías bajo su mando.
Seguramente ignora,
como lo ignorarán el resto de sus compañeros y compañeras (y bien se cuidarán
sus superiores de contarles), que el
Derecho Humanitario Internacional, no acepta, ni siquiera como atenuante, la
justificación de una orden superior emitida ilegítima e ilegalmente.
Aunque
tampoco es inocente, porque sabe que no fue correcto lo que hizo y por eso, pide
perdón y la posibilidad de resarcir el daño, lo cual no es posible. No estoy
tan segura de la sinceridad de esta acción, creo que más bien obedece a la
estrategia de su asesor legal.
Pero yo no
estoy dispuesta a ensañarme con quien está en el eslabón más bajo de la escala
de mando, por eso y porque sé que su comportamiento obedece en un alto
porcentaje, a una política institucional represiva, quiero convertir este
problema en una oportunidad.
Quizás sigo
siendo ilusa, y quiero serlo! Creo que esta experiencia puede representar una
oportunidad de aprendizaje para él, incluso para la institución a la que
pertenece, por lo que he propuesto algunas condiciones ineludibles e
insustituibles, para no judicializar el caso, y Uriel está de acuerdo conmigo.
Estas son:
1.
El
Director Nacional de la Policía, como jefe máximo de la institución, debe en un
plazo máximo de un mes y en conferencia de prensa, pedirnos una disculpa pública
a Uriel y a mí, por los vejámenes de que fuimos víctimas.
2.
El
“imputado” debe ser sometido a una capacitación intensiva sobre el tema de
Derechos Humanos con énfasis en el de Libertad de Expresión, Relaciones
Humanas, Ley Orgánica de la Policía Nacional y Ley de Convivencia Ciudadana.
3. Deben proporcionarme una
nueva cámara fotográfica, con las características de la que resultó
inutilizada.
Es lo mínimo
que pueden hacer ellos y es lo mínimo a que podemos aspirar nosotros, en
nuestra condición de víctimas del abuso policial; con la conciencia que la
intimidación a los trabajadores de la prensa, tiene la doble dimensión de ser
una agresión individual a la libertad de expresión, pero a la vez una colectiva,
en contra del derecho de toda la población a estar informada.
Repiten los
“leguleyos” por allí, que es mejor llegar a un buen arreglo que a un mal
juicio, yo no
estoy convencida de eso. Pero sí estoy plenamente convencida, que ir a juicio
contra este hombre, implicaría seguramente, quedar ”a la espera de algo que no
existe” como dijo magistralmente, mi amigo Roberto, refiriéndose a la espera
infinita de la justicia. Ya veremos Joaquín!
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