Por Milson Salgado
A la Memoria de los mártires Antonio Trejo,
Abogado de Marca grupo campesino Hondureño y Eduardo Díaz, Fiscal de Derechos
Humanos.
La muerte
violenta tiene licencia en Honduras. A veces se viste de pordiosera y juventud
y viaja en motocicletas oscuras. Examina los últimos detalles de nuestra
rutina. Se posesiona de horarios de hijos, de nombres de escuelas, de cafés y
calendarios perdidos en fechas y horas, y traza un círculo cuadrado que limita
los últimos pasos que gastarán nuestros zapatos.
Es la dueña
de nuestros suspiros y hasta de nuestros inútiles sueños. Reconoce como ilusos
a los soñadores y como revoltosos a los que se mueven por enmendarle el camino
torcido al pobre paisito.
No suele
dejar nada en el olvido y se venga hasta de la juventud apresurada, de la
indigna forma en que aspiras por un mundo mejor, cuando millones de hombres y
mujeres se cocinan a fuego lento en los hornos de la productividad, el consumo
y las fábricas.
La muerte
hala gatillos intrascendentes sin melodramas o sentimientos de culpa, y cobra
la recompensa a quienes almacenan el odio en cuartos herméticos, protegidos de
apellidos morados y abolengos de camellos, y de dineros y guardaespaldas que
cuidan hasta su farmacéutica longevidad.
La muerte
intrusa, cobarde, impúdica, forma maldita de la sangre y el dolor humano, ayer
domingo y hoy lunes, se ha engullido la vida de dos hombres coherentes, ángeles
profanos del martirio, que como niños ingenuos no advirtieron que construyendo
la vida de los humildes campesinos y de los demás hombres y mujeres de Honduras
estaban tejiendo los hilos de su propia muerte.
Por qué
inobjetable razón no entendieron que la vida es para los vivos, para los
maestros de la trampa, para los que cercan con alambres, y son dueños de armas
y voluntades, para los que compran el cielo en cuotas pagas y suelen arrendar
el perdón divino a plazo fijo.
¿Para los
hipócritas que se endulzan en social democracias, para los que almacenan
graneros y palma africana, y se llevan sus ganancias eternas en muertes de
heráldicas ancianidades, de gripes inofensivas, de diabetes no corregidas por
mucha Coca Cola o de hartazgo renal?
¿Por qué
razón Antonio no entendiste que reivindicando la tierra de los campesinos
estabas ganándote un pedazo de tierra en el que solo cabe tu cuerpo y tratan de
enterrar tu memoria?
¿Por qué
razón Eduardo no comprendiste que en la Huelga de Hambre de Fiscales en la que
casi mueres de amor por Honduras, el hambre seguiría y la justicia con tu
muerte se pondría sus mejores galas de Rouge y Chanel para recibirte en el
panteón de los elegidos en que se coronan a los que mueren de inocencia por el
nombre maldito de las instituciones?
Quizás me
invada el dolor y la rabia que lleva al escepticismo, pero en definitiva sus
muertes valen más que miles de vidas juntas, porque los porcentajes miden
milimétricamente la cobardía y la prudencia, y escenifican estadísticas de
personas sobreviviendo en sanatorios y asilos de ancianos, asesinados de
memoria y de tiempos, viviendo anacrónicamente las desdichas y dolor de los
delirios por las imágenes borrosas, pero Eduardo y Antonio, ustedes duelen y
era necesarios que vivieran. ¿Quién los condenó a la vida? ¿Por qué azaroso
destino hoy duelen en la patria?
Quien les
dibujó la muerte, sabía que sus miradas en el último jadeo no podían cruzarse
con sus inmerecidas miradas, y que la última palabra vertida por sus gemidos
llevaba el nombre brutal de sus victimarios.
¡Ojalá que
Honduras escriba sin merecerlo sus nombres en páginas de Gloria, porque para mí
y tantos amigos que los amamos ya jamás se apartarán de nosotros!
Hasta la
Victoria compañeros.
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